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un tipo con buen humor

Levantarse de buen humor es una virtud invalorable. Es el primer paso para disfrutar de un día pleno de buenas cosas. No es una cuestión genética sino un atributo que se va desarrollando en el ejercicio de la vida.
Día a día, la buena onda, el pensamiento optimista, el presentimiento esperanzado, la generosidad con las necesidades del otro, la mano presta a dar la justa ayuda, van forjando esa sonrisa que cada mañana aparece apenas se abren los ojos luego de disfrutar sueños maravillosos.
Miguel era uno de esos tipos afortunados. Ese domingo, como cada día, despertó con el mejor humor, se levantó con envidiable decisión, se pegó una ducha, tomó un par de mates y a disfrutar de ese feriado a pleno sol.
A las diez pasaría por la casa de la morocha que había conocido la noche anterior para dar un paseo por la costanera. Después ambos planearían la actividad para el resto de la jornada.
Se sentía cómodo, rejuvenecido, subió a su automóvil le dio marcha y el motor le respondió con el silencio. Volvió a intentar y nuevamente el mutismo absoluto del corazón de fierro de su automóvil. No podía ser, pensaba, es un cero kilómetro, tres días de uso, no se pudo haber agotado la batería.
¡Eso, la batería!, Miguel había olvidado de apagar las luces y la batería se había descargado. ¿Quién lo podría ayudar? En la calle no había un alma, lo talleres cerrados por ser domingo. Era la segunda vez que le ocurría en tres días, en tres días. ¡Cabecita de novia, cabecita de novia!, murmuró Miguel.
Recordó que un amigo que administraba un restaurante a quince cuadras de allí tenía los elementos para darle vida a la batería. La mañana se iba tornando calurosa, pesada insoportable y las secuelas ambientales se hacían sentir en el físico y la ropa de Miguel.
Mejor que transpire, hago ejercicio y bajo de peso, pensó el optimista Miguel. Luego de cuarenta y cinco minutos llegó a la casa de su amigo. Se cansó de tocar timbre. Una vecina que pasaba le dijo:
-No se gaste don, Javier está de vacaciones en Mar del Plata.
-Y bueno, son cosas que pasan -afirmó Miguel dirigiéndose a la vecina.
Pegó media vuelta, encaró rumbo al lugar donde estaba su auto sin vida. Al subir el cordón de una vereda no vio un pozo que se ocultaba tras una trampa de pasto y su pierna derecha se introdujo en él. Liberarse le costó media hora de su precioso tiempo, la rotura del jean y una profunda herida de la que no dejaba de manar sangre. Entró a una casa, se lavó en una canilla que estaba en el jardín y cuando se colocaba un pañuelo para parar la hemorragia, un agresivo rotterweiller se apoderó de la pierna izquierda de su pantalón sin intención de desistir. Sus filosos dientes lastimaron la otra pierna de Miguel, que tironeando logró zafar y huir mientras de sus miembros inferiores manaba sangre a raudales.
-Ah, qué mal genio su perrito -le dijo Miguel al dueño del can mientras atinó a acariciarlo.
Pasó por una sala de primeros auxilios., lo curaron y le dijeron que hiciera estricto reposo, sin levantarse de la cama durante un par de días, sin hacer trampa; las heridas eran profundas y requerían de cuidado riguroso.
Al llegar al lado de su auto un vecino lo estaba mirando.
-Hola, Miguel, ¿Que le pasó? ¿Por qué tanta sangre?
-Es largo de contar, José. Ahora voy a ver si encuentro algún taller en la guía para conseguir darle carga a la batería.
-¡Pero me hubiera dicho, Miguel! Usted sabe que yo estoy equipado con todos los chiches para salir de cualquier emergencia. Que soy un fana de los autos.
- Tiene razón, José, no me acordé. Soy un bobo -dijo un sonriente y agradecido Miguel.
En un instante, la batería del auto de Miguel volvió a la vida. Miguel agradeció a José, fue a su departamento, se cambió el pantalón y a pesar de la recomendación médica se llegó hasta la casa de Isabel, la morocha que había conocido la noche anterior.
Golpeó a la puerta y un grandote lleno de músculos, con mil cicatrices en la cara y cientos de tatuajes en el pecho, abrió la puerta y preguntó:
-¿Y vos quien sos? ¿Qué querés?
-Yo soy Miguel y vengo por Isabel.
Sin decir palabra, el tipo entró y volvió con un cuaderno.
-Perdiste, viejo. Vos tenías turno a las diez. Ahora la Isabel está trabajando con el cliente de las doce.
-¿Trabajando? ¿De qué?
-¿Está fifando! ¿Qué va a hacer la Isabel?
Asombrado, Miguel sólo atinó a decir:
-Bueno, vengo en otro momento.
-¿Qué otro momento? -dijo la pila de músculos-, antes tenés que pagar los quinientos mangos por el turno.
-Entiendo -dijo Miguel- pero olvidé la billetera.
- Olvidaste la billetera, olvidaste. Llevate este recuerdo de la Isabel, dijo la bestia mientras su puño derecho destrozaba la cara de Miguel. A duras penas y luego de recuperarse de la inconsciencia, Miguel logró levantase del piso. Sus huesos rotos por el golpe del patovica habían deformado su cara, que chorreaba sangre por todos lados.
Subió a su auto, pasó por la sala de primeros auxilios. La enfermera no podía creer el destrozo que podía hacer un solo puñetazo. Lo curaron como pudieron y una ambulancia lo llevo a un centro más complejo para hacer estudios radiológicos y neurológicos.
Todo salió bien y, finalmente, lo que quedaba de Miguel llegó a su departamento. Se miró en el espejo. No se reconoció, se acostó en su cama mientras los calmantes lo adormecían y ensayando una sonrisa pensó: Bueno, al menos con los estudios que me hice comprobé que no tengo nada malo. Seguro mañana será un gran día.
Al día siguiente, por la tarde, la policía, a requerimientos de los vecinos y su empleador, preocupados por no haberlo visto en todo el día ni concurrido al trabajo, forzaron la puerta del departamento de Miguel.
Estaba muerto. Los golpes del gigante le habían provocado una lesión cerebral que no se detectó en el examen neurológico.
En el velorio todos comentaban acerca de la sonrisa que se dibujaba en sus labios grises.

1 comentario:

  1. Ningo! hacía falta matar a Miguel? por Dios... Tendrías que abrir finales alternativos para cada gusto...

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