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ojo por ojo

La propaganda televisiva lo había atrapado. Un cero kilómetro por un ínfimo anticipo y cincuenta cuotas con un interés bajísimo. Tan deseado el automóvil nuevo, sin que nadie lo haya tocado antes, el gran berretín del licenciado Miguel Rayé.
Al día siguiente fue a ver a su mejor amigo Ricardo Mauro y le pidió el favor que lo comprara a su nombre. Se estaba divorciando y quería evitar problemas con su esposa.
Necesitaba regalarse algo y para él, ese pequeño automóvil full llenaba todas sus expectativas. Su amigo no tuvo inconvenientes en adquirirlo a su nombre. Fue a la agencia con él, pagó el anticipo y la primera cuota; la entrega fue inmediata. Auto mediano, cuatro puertas, negro hermoso.
Agradeció a su amigo y fue con su chiche terapéutico a buscar a su mamá. La vieja aplaudió a rabiar para el contento de Miguel, aunque en realidad le parecía un bicho bolita con ruedas. Su progenitora lo felicitó, dieron una vuelta, Miguel la retornó a su casa y fue a su departamento para entrevistar al administrador: quería alquilar una cochera.
Jorge, el administrador, se alegró con la alegría de Miguel, pero le anunció que por veinte días todas las cocheras estarían ocupadas. Que le reservaría una perpetua a la primera vacante y que por el momento dejara estacionado el auto junto al cordón de la vereda. Era un lugar seguro y tranquilo donde nunca pasaba nada.
Con alguna inquietud, Miguel aceptó. Dejó su cero kilómetro estacionado frente a la entrada del edificio previo, pasarle una franela en todo su aspecto exterior que lo dejó brillante, una maravilla. Probó el cierre de las cerraduras una y otra vez y cuando se dio por satisfecho se fue a su departamento.
Le costó dormirse. No podía creer que por primera vez en su vida disfrutaría de un cero kilómetro. Paulatinamente el sueño lo fue venciendo hasta que un ruido intenso en la calle lo despertó.
Se levantó y con horror vio que un auto estaba incrustado en el suyo. Se puso una bata y en pantuflas bajó gritando ¡No puede ser! ¡No puede ser! Al abrir la puerta del edificio se dio cuenta que sí podía ser.
-¿Qué pasó? ¿Qué pasó? -gritaba Miguel.
-Nada, viejo -lo encaró un gigante totalmente borracho-, se me escapó el volante y justo estaba tu auto. Es un bollito nada más, que te garúe finito -dijo el orangután con apariencia humana y luego de liberar su auto del vehículo de Rayé dio marcha atrás y aceleró sin rubor, desapareciendo en la negra noche.
Miguel comprobó los daños del vehículo. Apenas tocó el paragolpes delantero se cayó integro. El capot era un enorme volcán, el paragolpes trasero siguió la suerte del delantero y las ópticas eran un montón de cristales rotos que vestían la acera.
-¡No! ¡No! y ¡No! Era mi auto cero kilómetro -gritaba Rayé enloquecido.
La gente pasaba y lo miraba llorar desconsoladamente. Su lamentable figura llamaba más la atención que su auto nuevo destartalado.
Rayé se vistió y con los papeles del auto fue a la compañía de seguros. Eran las cuatro de la mañana; se sentó en el frío umbral de entrada y a las ocho lo despertó el primer empleado en llegar a su trabajo.
Se entrevistó con el gerente, que se encargó en explicarle que debía llevar dos presupuestos, fotos del los daños sufridos, denuncia policial y que volviera con toda esa papelería.
-¡Esto es un bochorno! ¡Me aseguré para que me pagaran si chocaba y todo tengo que hacerlo yo!
-Es la ley, amigo. Es la ley -afirmó severamente el gerente.
Muerto de frío, pasó todo el día reuniendo la documentación pedida. Al anochecer llegó a su casa descompensado y con los ojos rojos de tanto llorar y lamentarse.
Se acostó vestido en la cama y apenas despertó fue a la compañía de seguros.
-Aquí traigo todo lo que me pidieron. ¿Cuándo vengo a cobrar?
-No, amigo, eso lleva tiempo, inspectores, ver actuaciones policiales y esperar la autorización de la compañía para iniciar los arreglos.
-¡Quééééé! -exclamó Rayé con esa voz aflautada que le salía cuando se sacaba-. ¡Yo quiero que me lo arreglen ya!
-Primero las formas, mi amigo, primero las formas -dijo el gerente sin inmutarse
-¿Y cuándo vengo?.
-Y… dentro de diez días -le apuntó un empleado de la agencia.
-¿Diezzzzzz días? ¡Esto es una estafa!
-Mire -dijo el gerente agresivamente, ostentando sus poderosos bíceps- dentro de diez día y se va de acá ¡Ya!
-¡Ladrones! ¡Estafadores! ¡Ya me vengaré! -gritó Rayé.
A los diez días estaba en la oficina del seguro. Apenas entró, el gerente lo tomó de un brazo y sin dejarlo decir palabra lo llevó a su oficina.
-Mire, lo traje de una a mi oficina pues tengo que anunciarle que el individuo que chocó su automóvil estaba en estado de ebriedad, había cometido un robo y el auto que conducía lo había sustraído. En esos casos la cobertura no rige.
-¿No me van a pagaaaaar? -grita enloquecido Rayé.
-¡No, la compañía no le va a pagar!
Sin decir palabra, Rayé levanta la silla en la que está sentado y la estrella contra la mampara que dividía la oficina del gerente de los empleados, patea las macetas que ornamentaban el lugar, rompe los vidrios de entrada del local a piedrazos, se tira al suelo mientras ya el Gerente había llamado a la policía.
En el suelo Rayé gritaba, en pleno desatino:
-¡No, no, hijos de puta! ¡Perdí a mi auto! Me la van a pagar.
En instantes entró la policía y personal de la división psiquiatría. A duras penas lograron sujetarlo, mientras Rayé arañaba a todo el que podía. Lo llevaron a una celda acolchada sujetado con una camisa de fuerza.
En ningún momento, aún dentro de la celda, Rayé dejó de llorar y putear universalmente.

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