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débil corazón

Juan era un joven de diecinueve años, atractivo, lleno de sueños e ilusiones. Corrían los años setenta y tantos; los militares tenían el poder y la última decisión sobre la vida de los habitantes. Ello no era de inquietud para Juan. Su vida era trabajar, estudiar abogacía y pasar todo el tiempo que podía con su novia, María.
Ese 26 de julio fue una de las jornadas mas frías que se recuerden. La madre de María invitó a Juan a que se quedara a dormir. Su cachivache se había descompuesto y andaba de infantería. Ello se sumaba al intenso frío; el débil corazón de Juan imponía que aceptara el convite.
Se durmió en un sillón del living. A la una de la madrugada, el padre de María, José, se despertó con un intenso dolor en el estómago, acompañados de hemorragias intensas.
María y su madre, Ángela, impotentes, lloraban desconsoladamente. Se necesitaba un médico y eso estaba a treinta cuadras de la casa de María.
Juan no dudó. Se abrigó con cuanta prenda encontró y salió rumbo al Hospital Vecinal a buscar una ambulancia y asistencia médica. Sabía que salir caminando de noche, un joven solo y sin documentos –los había olvidado en su casa-, podía ser fatal. A paso firme encaró el camino al nosocomio. Cada dos cuadras descansaba pues el problema cardíaco lo dejaba sin aire. Finalmente, y con la suerte de no haberse topado a ninguna patrulla militar en el camino, llegó al Hospital.
Con desconfianza lo atendieron en la guardia. Un cabo que estaba de custodia lo revisó con minuciosidad. Juan pidió hablar con el médico a cargo. Todo el mundo desconfiaba; eran tiempos violentos y las trampas y celadas estaban a la orden del día. El llanto desconsolado de Juan imaginando la muerte de José desangrado en la cama, terminó convenciendo al médico de turno y con una enfermera, guiados por Juan, se llegaron hasta la casa de María. José estaba muy mal. Lo sujetaron a una camilla y al llegar el quirófano fue el destino inmediato de José.
Luego de tres largas horas de trabajo médico, el cirujano salió satisfecho. Le dijo a Juan que todo estaba bien, que él se encargaría de avisar a María y su madre, que se fuera a su casa a descansar. Había sido demasiado trajín para su enfermo corazón.
Ya a una cuadra de su casa lo para un móvil militar. Bajan dos soldados y un jefe. Enfocan su cara con una linterna y el jefe, luego de aplicarle a Juan un terrible puñetazo en pleno rostro, le dice:
-¡Te atrapamos al fin, Bilar! Te descuidaste y vas a hablar.
-¡Están equivocados! ¡No soy ese tal Bilar! ¡Soy Juan Rodríguez! Vivo en la otra cuadra, llévenme y comprueben que digo la verdad.
-¡Querido Jorge Bilar! Te busco hace tres meses, sos el jefe de la guerrilla en el Sur, tengo el rostro del guerrillero marcado a fuego en la mente y ese rostro es el tuyo.
-¡No, se equivocan! ¡Pregunten en casa!
-¡Vamos, subí al auto! ¡En el destacamento nos contás!
Al llegar a la sede militar lo desnudaron y lo colocaron en una camilla ubicada en un calabozo. Lo sujetaron y comenzaron a hacerle submarino seco. La muerte parecía inminente. Lo levantaron y lo comenzaron a golpear entre cuatro mientras le gritaban que diera los nombres y ubicación de sus compinches.
Juan se cansó de decir que no sabía nada, que era un error. Volvieron a colocarlo en la camilla. Lo bañaron en agua fría y comenzó la picana. En los genitales, las encías, el corazón.
Fue el fin. El alma noble de Juan dejó su cuerpo duramente maltratado, cruelmente lastimado. Al día siguiente los militares llamaron a Ricardo y Mabel, los padres de Juan. Le dijeron que lo habían encontrado muy golpeado en el medio de la calle.
-Alguna patota, seguramente -dijo el capitán a cargo-. Los médicos hicieron todo lo posible, pero fue inútil, lo lamento.
El llanto desconsolado fue la respuesta de Mabel mientras se aferraba al cuerpo inerte de Juan. El silencio y la mirada fija y hostil puesta en los ojos del capitán le hicieron saber al oficial que era un miserable asesino.

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