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dónde ir

Nadie puede escapar si no tiene dónde ir. Marcos encontró esa frase en la primera página de una novela que había comprado justamente para eso, para intentar escapar a la soledad que lo estaba llevando de la mano desde una inmensa depresión terminal hasta la tumba más cercana.
Cierto, absolutamente cierto. Hacía meses que Marcos estaba buscando dónde ir. El refugio que creía haber encontrado se había transformado en una cárcel con condiciones cada vez más rigurosas. El gran entusiasmo de los primeros días se fue desdibujando con el tiempo y hoy el pintoresco pueblo junto al imponente lago era sólo una bella escenografía vacía de contenido.
La vida había perdido sentido y cuando eso sucede aparece la tentación de acortar el camino hacia el final. Ahorrar tiempo, angustia y sufrimiento.
No estaba dispuesto a rendirse, lo prueba la mentada novela donde se topó con esa frase que describía con tanta exactitud su situación y en la cual pretendía encontrar una manera, formas de expresión, observaciones novedosas, un final inesperado.
Nada de eso. Sólo la frase que ratificó su soledad de soledades. Esa que de tanta ausencia le provocaba intensos dolores en el pecho que muchas veces, harto del silencio y la marginación, pretendían un infarto masivo.
Si bien no importaba el motivo que lo había puesto en esa situación, a los sesenta y tres años, una y otra vez repasaba su trajinada vida para intentar de hallar la clave, el error, la gran decisión equivocada, siempre sin resultado. Luchó, trabajó, fue un buen padre y esposo, amigo de fierro, pero todo su capital afectivo se había ido escurriendo entre sus dedos. Sin darse cuenta fue perdiendo familia, amigos, trabajo, un algo o un otro que lo contuviera.
La sensación de estar en un gran espacio vacío, sin nada de donde asirse, con los pies en el aire, era cada vez mas frecuente. Evitaba salir, sentía que a la gente le molestaba su presencia, su palabra, su historia, su estar en el mundo.
Toda su vida le parecía varías vidas, donde distintos sujetos que siempre eran él representaban diferentes roles. Cuánto camino recorrido, ciego, sin pensar en el tramo final que descontaba, disfrutando de cotidianos asados en su vieja casa de Lanús, la de sus abuelos, la de su padre, la que un día el había comprado ante el inminente remate, rodeado de sus tres hijos con sus nueras, sus nietos, su esposa, sus amigos de siempre.
El tablero de la vida movió las piezas caprichosamente y ese fin de fiesta tan anhelado fue - para no dar detalles - una gran desgracia.
Sus mejores amigos habían muerto, él no había tenido ese destino. Estaba ahí esquivando las piedras de la hostil realidad cada vez con más dificultad y menos ganas.
Ese sábado decidió salir de la jaula. El pueblo vacío y gris no lo ayudaban a poner un poco de ánimo a esta acción temeraria. Su paso lerdo se hizo dubitativo, tembloroso. Tenía miedo, pánico. Esa maldita sensación de no tener de dónde agarrarse. Decidió subirse al auto y dar unas vueltas. Nadie por aquí, nadie por allá.
Súbitamente, el mundo cayó sobre sus hombros. Se instaló en la mesa de siempre, de su parrilla de toda la vida. Pidió el mejor vino que podía pagar, un poco de carne una ensalada, el café y el licor que tan mal le hacía y no quería evitar.
Entero, sin mellas en su físico o su mente se subió al auto, tomo la cuesta que lo llevaba a la playa del remanso. Bajó hasta la arena, caminó unos metros enfrentó el lago y un grito desgarrador, profundo, tremendo fue expresión de su bronca por esta situación desgraciada sin salida, sin solución.
Tomó el camino de regreso a gran velocidad, en la pendiente más pronunciada puso rumbo hacia el vació que invitaba a la zambullida final en el enorme charco azul. Apretó los frenos unos centímetros antes del borde.
Transpirado, con el corazón latiendo a mil lloró como nunca lo había hecho. Estuvo largo rato en esa posición, con la mirada perdida en algún punto lejano, la mente en blanco. La conmoción se fue retirando paulatinamente, sin pedir permiso. Volvió a la ruta, a marcha lenta llegó a su casa, bajó del auto, se sacó el abrigo, el sillón del living lo acogió tibiamente, en un instante se durmió profundamente. En sus sueños de esa noche sus tres hijos, bien purretes, lo saludaban desde la calesita de mil luces y una sonrisa se dibujaba en su rostro joven.

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