Froilan tenía pasión por los cementerios. Estaba seguro de que la expresión "la paz de los cementerios" la había escrito alguien involucrado en sus pensamientos. Era el remanso buscado cada día.
Entraba a media tarde, luego de un ligero almuerzo y cumplir las formalidades de la jornada. Allí llegaba su momento, el instante de sosiego, de dejar volar la mente, atreverse a mil fantasías, a convertirse en el verdadero Miguel, el ingenuo soñador, el amante del mar y de las rosas, de la vida sencilla y silenciosa.
Caminaba por las sendas de asfalto, cortaba camino por el césped hasta llegar a su lugar preferido. Árbol frondoso, flores blancas en primavera y que casi llegando el verano se convertían en damascos dulces como la miel. Frente a él cuatro tumbas separadas del resto, idénticas, de mármol gris y siempre bien cuidadas.
En ellas descansaban los restos de Manuel y Juana y de sus hijos, Francisco y Mariana.
Cada día renovaba las rosas, aunque no disimulaba su preferencia por Mariana, una joven que había partido de este mundo el mismo día de su decimonoveno cumpleaños. Ella recibía las rosas más frescas y fragantes. Quizás fueran igual que las otras, pero la diferencia estaba en Froilán. Las colocaba una a una, limpiándolas, acomodándolas en forma de corazón. Fantaseaba una idea: si hubieran coincidido en el tiempo se habrían amado. Ilusiones, utopías de Froilan, el ingenuo soñador.
Continuaba allí, aun llegada la noche, sentado en el banco que había convertido en su secreto y preferido refugio.
Cerca de las tres de la mañana se marchaba; un paredón accesible le permitía salir sin dificultades. Se dirigía a su casa relajado, una suave canción en sus labios, una sonrisa al llegar, su tibia cama y en sus sueños, obstinada e insistente, Mariana, la bella joven de blanca piel, suave como la seda, pelo de trigo, sus ojos verdes como preciosas esmeraldas y su voz, apenas un murmullo, fresco y manso como la corriente del arroyo. Amable y deseada rutina.
En sus sueños paseaban por la orilla de la blanca laguna, un refugio secreto, siempre solos. Únicamente las aves y ese pedacito de mar en el medio del desierto. La piedra, donde hacían una pausa, humedecía sus pies y charlaban de todo. Mil confidencias, maravilla entre bardas, piedras y espina.
Esa noche Froilan había llegada al sitio de siempre cansado; excesivas responsabilidades, plazos que cumplir, obligaciones pendientes, la vida. Arregló las flores en las tumbas como de costumbre, nunca el banco de mármol le pareció más blando, los párpados luchaban para que no fueran derrotados por el sueño, y en un instante una tibia mano de mujer se hizo compinche de la suya.
Miró a su lado y se encontró con la dama de ilusión. La hermosa visitante de sus sueños vagabundos. La suavidad de la caricia delató a Mariana. A pedido suyo, Froilán cerró los ojos, cuatro labios hicieron un beso y al abrirlos la bella ya no estaba. Una brisa fresca jugaba con las hojas secas en el cemento.
Aguardó un momento, se levantó y susurrando una canción volvió a su hogar se acostó y en sus sueños esa noche no encontró a Mariana.
Froilán volvió al cementerio al lugar habitual al día siguiente, al otro y al otro. No faltó una sola noche. Cada vez Froilán se sienta en su banco mirando sin ver la tumba indicada.
Me gustan mucho los cuentos y los peoemas intrusos, me entretengo leyendo siempre..
ResponderEliminargraciass!
Muerte y amor, una mezcla que provoca. Hay que meterle mucha sabiduría para poder soportarla.
ResponderEliminarMuy triste Ningo, muy triste...
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