En cualquier etapa de la vida y suceda lo que suceda, todos rechazamos la realidad de dejarla. No importan los padecimientos, las tristezas, los dolores ni los contratiempos, nos aferramos a este pasatiempo terrenal obstinada y terminantemente.
Juan Carlos era el típico aspirante a la eternidad a cualquier costo. A los setenta años, negando el reclamo de la mente y del alma de permanecer en la tibia cama todo lo posible, venciendo impedimentos físicos y cuestionamientos psicológicos, se levantaba lentamente cada mañana de su abrigado lecho parar ponerle el pecho a las balas, para enfrentar una dura jornada más.
Como siempre se afeitaba, una ducha rápida, ropa limpia. Su blanco y ralo pelo, peinado con cuidado, se convertía en un gran barullo de canas apenas el viento callejero daba cuenta de él.
A paso lerdo, la mirada en el cielo el rumbo el amigable bar de la esquina. Siempre la misma mesa, al lado de la amplia ventana con vista a la vida. Sus ojos celestes aún brillantes, eran la escenografía que escondía a sus nostálgicos pensamientos. Hacía tiempo que había reemplazado el café negro y la ginebra matutina por un suave té de manzanilla y un vaso de agua.Sabía que su salud estaba quebrantada; cada movimiento de su cuerpo iba acompañado de una inaudible queja, un lamento que Juan Carlos se tragaba para disimular ante los demás las secuelas de una vida trajinada.
En eso estaba cuando siente una mano que le toca el hombro derecho. Intenta darse vuelta para identificar a quién lo reclamaba, mas su cuello apenas si le responde.
El joven que lo había requerido se sentó frente a él y le dijo:
-¡Hola, Juan Carlos! ¡Cómo anda! Soy Marcos Soto, el hijo de su amigo y compinche Jorge.
-La verdad, muchacho, es que no te recuerdo. Sin duda que conozco al granuja de tu padre, Jorge Soto, tantas farras, tantas noches, tanta vida juntos.
-Eso es cierto, tanta vida juntos. Mi padre siempre hablaba de usted, de las mil travesuras que compartieron en una buena vida, plena, feliz.
-Sí, hicimos una buena vida. ¿Pero por qué te referís a él en pasado?
-Porque mi padre murió el 10 de julio del año pasado. Sólo yo lo acompañé al momento de partir. Marchó en paz, se llevó una sonrisa en su cara de mocoso atrevido.
-Me imagino -añadió Juan Carlos-, jamás escuché una pálida la de boca de Jorge.
-Sucede que no se resistió. Cuando vio que los dolores lo superaban se relajó y dejó que el ángel de la muerte hiciera su trabajo.
-Respeto la decisión de tu viejo, pero a la parca le voy a dar dura pelea.
-¿Y con eso qué gana, Juan Carlos?. Sólo extiende sin sentido sus sufrimientos.
-Sí, pero soy un doliente vivo y no un cadáver sin padecimientos.
-Eso es un error, Juan Carlos. Si ha tenido una buena vida, si ha sido un tipo solidario, generoso, siempre dispuesto a dar una mano, la muerte del cuerpo dolorido es una bendición pues lo reemplaza una alma plena de luz, un pasar de paz y descanso eterno.
-¡Eso son macanas! -exclamó Juan Carlos.
-No, Juan Carlos. Es la verdad. La única verdad.
-¿Y quién me lo asegura?
-Yo y su compinche Jorge Soto, que me acompaña.
Mágicamente, Jorge Soto apareció sentado al lado de Marcos.
-¿Qué decís, Juan Carlos? ¡Tanto tiempo! Es hora de que me acompañes. Te extraño, amigo.
-¡Jorge! ¡Qué gusto verte! ¿Qué hacés aquí? ¿Cómo es posible?
-Todo es posible, Juan Carlos, y estoy aquí con Marcos para que vengas con nosotros.
-¿Ir adónde, Jorge?
-Al paraíso, Juan Carlos. Al refugio eterno de la buena gente.
-¿Pero Marcos no es tu hijo?
-No, Juan Carlos. Es una pequeña travesura. Marcos es el ángel de la muerte.
-¡Ah! -dijo Juan Carlos como si ya lo presintiera-, ¿y vos me aseguras, frate del alma, que me llevan a un lugar de paz y felicidad?
-No lo dudes, Juanca, ¡vos sos el mejor tipo que he conocido! ¡Tenés pase libre al paraíso!
-Bueno, Jorge. Si vos lo decís, vamos de una vez.
Los tres parroquianos se levantaron y se perdieron entre la multitud de la calle Florida. El mozo vio, desde la barra, que la cabeza de Juan Carlos estaba apoyada sobre la mesa.
-Otra vez Juanca se quedó dormido.
Se acercó a despertarlo. Demasiado tarde. Juan Carlos ya había partido con su compinche y el ángel de la muerte al refugio final de los hombres buenos.
el ángel de la muerte
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