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manía (*)

Juan estaba pasando por un mal momento. Problemas económicos y familiares, esa maldita depresión que se hacía presente cuando más necesitaba de su voluntad y la mente de fiscal implacable que lo atormentaba, eran una mezcla explosiva y peligrosa que podía estallar en cualquier momento.
La alta temperatura de ese mes de febrero, que se había instalado sin intención de partir, tampoco ayudaba a mejorar la situación. Se sentía inquieto, molesto, sin paz.
Volviendo del trabajo decidió sentarse en una de las mesas del bar de siempre, en la vereda, con una fresca brisa que le dio alivio a tanta incomodidad.
Se pidió una cerveza bien fría y entonces... ¡qué mujer! ¡En su vida había estado tan cerca de la belleza perfecta!
Alta, rubia, ojos de cielo, cintura inexistente, cadera gloriosa, y una blusa seductora que se abre generosa cuando la hermosa se acerca a la cara de Juan, le pide fuego, mientras su mano derecha lo acaricia suavemente y con un ¡chau bonito!, se aleja despacio, marcando insinuante la cadencia de su andar.
Juan se olvidó por un momento de todos los problemas, se levantó de la mesa apresurado, la alcanzó y los piropos más galantes tuvieron la respuesta esperada.
-¡Qué cosas lindas que decís, bonito! -dijo la dama.
-Nunca tan merecidas -dijo Juan con convicción-. Mi nombre es Juan, ¿y el tuyo?
-Me llamo Manía, bonito. Detrás de esa puerta está mi casa y si gustás pasá, tomamos un trago y hablamos un rato.
-¡Por supuesto que quiero! -exclamó Juan entusiasmado.
La casa era acogedora, plena de tibieza. Música romántica, un whisky generoso y Juan atosigó a manía con los detalles de su vida.
-Suficiente, bonito. Basta de palabras. Llegó el momento de las sombras, el silencio y el amor -dijo Manía, mientras uno a uno desprendía los botones de su blusa.
El dormitorio fue el próximo paso y la pasión alentó las sensaciones, anuló la razón y el amor fue. Por la mañana. Juan se levantó presuroso: debía llegar a tiempo al trabajo, no podía perderlo.
-Chau, Manía. Juro que llevaré este milagro en mi corazón para siempre. Espero que nos volvamos a ver.
-No lo dudes, bonito -dijo Manía mientras sus labios rojos dejaban su marca en el cuello de Juan.
-¡Espectacular, espectacular! -murmuraba Juan mientras caminaba a paso rápido. Llegó a horario al trabajo, suspiró aliviado y después una dura y pesada jornada de una rutinaria labor que odiaba con todo el alma. Al tiempo de salir del yugo, un dolor intenso atravesó su pecho. Cayó como un títere al que le cortaron el hilo. Ambulancia, hospital, terapia intensiva.
No tardaron en llegar sus hijos, la bruja de su esposa, el pedófilo de su cuñado. Todos los buitres presentes, mirándolo con un gesto que a Juan le parecía burlón, como alegrándose de que partiera de este mundo por ese débil corazón que a ritmo lerdo anunciaba el final.
Súbitamente, Juan apreció que la sala se llenaba de luz y en medio de todos, Manía, desnuda, absolutamente desnuda que se sentaba en su cama. Los demás no la advertían, sólo Juan.
-Hola, bonito -dijo Manía.
-Hola, preciosa. Qué sorpresa, jamás pensé que volverá a verte –dijo Juan con un suave y esforzado susurro.
-Siempre cumplo mis promesas -dijo Manía.
En un instante su cuerpo desnudo fue uno con el de Juan. La boca de grana de Manía besó con pasión los labios grises de Juan, lo amó y su cuerpo fue introduciéndose lentamente en el de Juan. Al fin de la fusión el corazón de Juan dejó de latir.


(*) Manía es la diosa etrusca de la muerte

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