El licenciado Miguel Rayé llegó a su consultorio. Obsesivo compulsivo, comprobó que los diez lápices de distinto colores estuvieran acomodados en el orden pertinente, todos del mismo largo e idéntico grosor; el libro de visitas debía estar colocado con la base a la misma altura de los lápices; la agenda diez centímetros más arriba, hecho comprobado diariamente y en forma personal con una pequeña regla de plástico. El grabador en el centro exacto de la mesa ratona, las cortinas transparentes se cambiaban cada día, el dedo sobre la biblioteca comprobaba la ausencia de algún vestigio de polvillo o alguna pelusa arriesgada que era aplastada sin compasión en el supuesto de comprobarse tal anomalía.
Hecha la inspección de rutina, llamó a su primer paciente.
-¡Señor Juan Elmanso!
-Sí, doctor, aquí estoy -contestó Elmanso mientras accedía al santuario de Miguel.
-Mucho gusto, Juan, soy el licenciado Miguel Rayé. Siéntese.
-Gracias, licenciado -dijo Juan y eligió un sillón particularmente pequeño ubicado en un rincón.
-Acérquese si quiere, Juan -invitó Miguel.
-Gracias, licenciado, acá estoy bien.
-¡Acérquese le digo! ¿No ve que el grabador está muy lejos?
-¡Es su problema! ¡Yo acá estoy cómodo y no me voy a mover!
-Mire, Juan, yo no puedo echar al paciente que vino a buscar un alivio a sus aflicciones pero le ordeno: ¡acérquese que necesito grabar la sesión!
-Licenciado, reitero que no me acerco nada. Soy Elmanso hasta que me buscan y me encuentran así que ¡termínela!
-¿Pero usted qué se cree? ¿Que puede hacer lo que quiere en mi consultorio? Si le digo que se acerque, ¡usted se acerca!
-Y si yo le digo que no me busque, no lo haga. ¡Juro que me va a encontrar!
-Mire, Juan ¡o se acerca o se va!
-Ni me acerco ni me voy. Pagué esa truchada de los cincuenta pesos por izquierda con la que curran al Instituto y a los pacientes y no me voy hasta tener mi sesión.
Miguel buscó como loco dinero en los bolsillos del pantalón, del saco, y no encontró un solo peso. Encima de tener que soportar las impertinencias de Juan, comprobó que había perdido la billetera. Abrió la puerta del consultorio y comenzó a los gritos a llamar a su secretaria.
-¡Adriana! ¡Adriaaaana! ¡Alcánceme del cajón del dinero cincuenta pesos, por favor!
-Si, licenciado, enseguida -dijo Adriana. Tomó los cincuenta pesos, levantó la vista sorprendida por la cara roja de ira de Miguel y al hacerlo su zapato se engancho con la alfombra cayendo de bruces al suelo.
-¡La nariz! -gritaba Adriana-. ¡Me rompí la nariiiz!
Tal diagnostico parecía certero. Su pequeño y perfecto apéndice nasal aparecía sangrando profusamente y, con orientación Sur-Norte, unos milímetros corrido del eje originario.
-¡La alfombra! ¡La alfombra está llena de sangre! -gritaba el licenciado con un sospechoso matiz de dama en pleno ataque de histeria-. ¡La sangre no sale! –seguía gritando cada vez más amanerado y lloriqueando comenzó a lamentarse- ¡Era nueva! ¡Recién la pusieron hoy!
Miguel se dio vuelta con furia, se introdujo en el consultorio y tomando a Juan del cuello de la camisa, con un tono de voz cada vez más agudo, estridente, gritaba:
-¡Por tu culpa desgraciado! ¡Todo por tu culpa! ¡Andate de acá!
Miguel hizo el intento para levantar a Juan pero solo fue eso, un intento que se vio frustrado por un fornido cuerpo armado en tardes y tardes de hombrear bolsas. Viendo que su esfuerzo era inútil. Con voz casi de niña malcriada, con el dedo apuntando la puerta de consultorio comenzó a amenazar:
-¡Juan, andate de acá o llamo a la policía! ¡Andate de una vez negro groncho!
Juan se levantó, se sacó la campera del sindicato de camioneros que revestía su espalda, lo tomó a Miguel del cuello y lo llevó en vilo hasta el escritorio de la secretaria. Lo sentó en una de las puntas del mueble y su puño derecho impactó pleno, absoluto, sobre la tez de Miguel mientras la sangre salpicaba alfombra, paredes, escritorio. Un par de dientes volaban hacia algún rincón de la recepción. Knock Out, estado de inconciencia largo y profundo.
El gigante Juan tomó la campera del sillón mientras explicaba a los pacientes cuando se retiraba:
-Le dije al licenciado yo soy Elmanso hasta que me buscan y cuando me encuentran, me ciego. No puedo reprimir el impulso. Por eso venía a consultarlo. ¡Será otra vez! -dijo, mientras no pudo retener una cruel sonrisa de sus labios.
Desmayado, desparramado en el suelo, Miguel fue rápidamente atendido. Se comprobó fractura de los huesos propios de la nariz y del maxilar superior. Interrogado por Raúl, un colega de la clínica, acerca de por qué no había optado por acercar el grabador a Juan, Miguel, con voz aflautada, adoptando gestos y posturas poco, poco...masculinas, digamos, repitió una y otra vez:
-¡Ni loco! ¡Ni loco! El grabador estaba en el centro justo de la mesa ratona, en el lugar que le correspondía, como los lápices, el cuaderno y la agenda y ¡nadie! ¿me entendés? ¡nadie! lo iba a mover de ahí, ni un milímetro fuera de su lugar. ¡A veces hay que jugarse por mantener el equilibrio!, ¡Sin concesiones y a cualquier frecio! -mientras una efe se escapaba por el espacio de los dientes faltantes.
equilibrio
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Ningo, cada día escribís mejor. Me gustaría conocer la dirección del susodicho para pasar lejos de su consultorio.
ResponderEliminarTe felicito. ¡Qué tipo!
Delia
Mi voto es que este es el mejor de todos los cuentos del Blog. Mundial!
ResponderEliminarAl teatro! imperdible para un buen director/productor, "El Licenciado Rayé". Espectacular!
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