Free Counter and Web Stats

omisión

El Tribunal de Ética del Colegio de Psicólogos estaba atosigado con denuncias de pacientes y colegas que afectaban al licenciado Miguel Rayé. Para los pacientes era un profesional irrespetuoso, de mal carácter, que no cumplía con el deber del debido respeto para con quien acudía a consultarlo por alguna patología. Para sus colegas estaba totalmente desquiciado y clamaban por una junta psiquiátrica que lo alejara del ejercicio efectivo de la profesión.
Rayé hacía caso omiso a la repetidas citaciones del Tribunal de Ética. Él continuaba trabajando a full y las convocatorias a dar cuenta de sus actos tenían como único destino el cesto de papeles más cercano.
A la novena vez se le hizo saber que si no concurría a la audiencia fijada se le suspendería automáticamente la matrícula. Eso ya era algo serio y decidió asistir, obviamente de mala gana y dispuesto a hacer valer su punto de vista.
Ya en la audiencia se explayó con amplitud. Señaló que los pacientes acudían a verlo por problemas que no tenían que ver con ninguna patología que fuera objeto de la psicología, ya que la mayoría de los asuntos eran problemas de familia o personales que mostraban un conflicto social o personal y no una enfermedad que afectara la psiquis del paciente.
En cuanto a sus colegas, los tildó de envidiosos. Les molestaba que fuese el profesional que más facturaba y que sus terapias rápidas tuvieran en su mayoría un resultado positivo.
Los miembros del Tribunal de Ética se vieron sorprendidos por la coherencia y solidez de la exposición de Rayé. Y luego de un intercambio de opiniones con el licenciado, le aconsejaron que hablara menos sin hacer valer su punto de vista respecto de la solución del caso sino que apreciara primordialmente aquello que fuese más aconsejable de acuerdo a la personalidad y manera del paciente aunque él fuera partidario de otra solución.
Enfadado, como siempre, Rayé salió de la audiencia dando un portazo y minimizando las recomendaciones impartidas por los integrantes del tribunal.
-¡Son un montón de imbéciles que se reúnen a jugar al póker todas las tardes en lugar de ejercer la profesión! ¡No tienen autoridad moral o profesional para aconsejarme nada! -gritó Rayé en la cara de la secretaria del Colegio de Psicólogos, quien, asustada, se refugió en el primer rinconcito que encontró.
Al llegar a la clínica se había calmado. La audiencia con sus éticos colegas era historia y ahora se dedicaría de lleno a sus pacientes. Tomó las fichas de las personas que concurrirían a su consultorio ese día y llamó al primero de ellos.
-¡Medroso! ¡Carlos Medroso!
-Sí, licenciado -respondió el señor Medroso ingresando al consultorio de Rayé.
-Siéntese, Carlos. Elija el sillón que más le guste.
Mientras Medroso elegía el sillón, Rayé pensó llevar a la práctica esa aburrida manera de hacer terapia de sus colegas y que le fuera recomendada por el tribunal ético. Escucharía y se limitaría a realizar algunas observaciones.
-Listo, doctor -dijo Medroso, como a punto a iniciar una competencia de cien metros llanos.
-Bueno, Carlos, cuénteme qué le sucede.
-Mire, licenciado, tengo miedo a las alturas. Vértigo. Cuando estoy en cualquier lugar elevado me mareo, siento temor a caerme e incluso tengo como un impulso a tirarme. Como ya está por empezar la temporada de esquí vine a verlo, ya que subirme a las sillas que llevan a la cima del cerro me provocan pánico. Es todo un trauma, un deseo frustrado, es un enorme placer desplazarme por la nieve, pero cuando estoy en la silla que me lleva a la cima cierro los ojos. No sé porque será.
-¡Ahá! ¿Y a usted qué le parece?
-¿Qué me parece qué? -contestó Medroso desorientado como Adán en el día de la madre.
-¿Qué va a ser? ¿Qué va a ser? -exclamó Rayé-. ¿De qué estamos hablando? ¿Qué, le tiene miedo a las arañas? ¡No, Medroso, estamos hablando de que le tiene miedo a las alturas! Luego, le pregunto: ¿qué le parece a usted el motivo, la causa de ese miedo?
-Y... no sé, licenciado. Vine a verlo para que Ud. me lo diga.
-¡Carlos! ¡AAAAAYYYY Carlos! Usted es el que tiene miedo a las alturas, ¡el que se hace caquita en la silla que lo lleva a la cumbre del cerro! A mí me encanta pasear en los medios de elevación, disfruto la vista desde las alturas. ¡Usted es el cagón! ¿Ahora dígame, sencillamente, por qué usted piensa que le pasa eso?
Aterrado, hecho un bollo en el sillón ante los gritos y las expresiones de Rayé, Medroso atinó a decir.
-En verdad, licenciado, no sé cuál es el motivo. ¡Se lo juro por mi madre! ¡Ayúdeme, déme una pista!
-A ver, Carlos -continuó Rayé, bajando la voz-. Intentemos. ¿Su madre cuando era chico lo obligó a tirarse en paracaídas?
-No, licenciado.
-¿En su juventud, para ganarse a una bella mocosa, se subió cancheramente a la montaña rusa y bajó vomitando?
-No, licenciado.
-¿En su edad madura tuvo que trabajar limpiando vidrios en un piso veinte desde el lado de afuera?
-No, licenciado.
-Medroso, me parece que usted no tiene vértigo, ni nada por el estilo. Es un simple caprichoso que quiere molestar a los demás haciéndose la víctima. ¡Ay, tengo miedo a caerme! ¡Ay, tengo miedo a tirarme! ¡Ay, tengo miedo a marearme! Usted es un mañoso, Medroso.
-No licenciado, es verdad.
-Mire si tiene vértigo hay una sola manera de curarlo. Enfréntese a él. Ve el edificio que está justo del otro lado de la calle. Súbase a la terraza y en el borde, mirando hacia abajo. Al principio le va a costar, pero de a poco le va a gustar y las sillas que lo llevan a la cima van a ser cómodas como el sillón de su casa.
-Bueno, licenciado, lo intentaré. Usted ya me atendió una vez y me fue bien. Ahora sucederá lo mismo.
-Vaya que yo de aquí lo miro -dijo Rayé.
Medroso salió, pagó y partió hacia el edificio indicado. Rayé se tomó un café antes de atender al otro paciente. En el interín, la secretaria le apunta que había quedado en el casillero la primera ficha de Medroso.
-A ver, a ver -dijo Rayé tomando la ficha.
Pega un grito. No podía creer lo que leía resaltado con verde y escrito con su propia mano. CARLOS MEDROSO PACIENTE CON GRAVES TENDENCIAS SUICIDAS.
-¡Se tira! -gritó, mientras salía corriendo a detener a Medroso y se insultaba a sí mismo y a la secretaria por la negligencia. Justo se había trabado el ascensor. Bajó los diecisiete pisos haciendo un record mundial en descensos. Llegó a la calle. Miró hacia el techo del edificio y allí vio vacilante a Medroso. Le gritó, hizo señas, logró que lo mirara. Extendió el brazo queriendo expresar que aguardara.
Tarde. En una palomita perfecta Carlos Medroso se arrojo al vacío y su cuerpo se estrelló sobre el duro piso de cemento de la Avenida Rivadavia.
Cayó a centímetros de Rayé, la sangre de Medroso se impregnó irreverente en el blanco guardapolvo del licenciado.
- ¡Estas terapias de enfrentar el riesgo son tremendamente selectivas! -comentó doctrinariamente ante un par de individuos que lo reconocieron-. Carlos no quería escaparle al temor a la altura, deseaba escaparle a la vida. ¡Nunca hay que esconderle nada al terapeuta o podemos toparnos con desgracias como éstas!
Eso afirmó Rayé naturalmente, mientras terminaba de masticar el último pedazo de la primer ficha que su negligente soberbia había pasado por alto.

2 comentarios:

  1. bien elegidos los apellidos. Si va a haber un tercero de Rayé, me tomaré un ansiolítico antes.
    Dale Ningo
    Delia

    ResponderEliminar
  2. a mi también me gusto. Muy bueno Ningo.

    ResponderEliminar