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carroña

Graciela no podía soportar más el ambiente de trabajo hostil, pero lo necesitaba. Debía tolerar el abuso del patrón, el maltrato de sus compañeros y todo lo que fuera porque cubrir la renta de la vivienda y la comida de cada día no le permitía superar la humillación.
El lunes, fichando la tarjeta, el patrón pasó y le tocó el trasero con una sonrisa de ¡Hago lo que quiero! ¡Jodete soy tu dueño!
Punto final, Graciela, pegó media vuelta y sentenció ¡esto se acabó! Preguntó a amigos qué podía hacer. El noventa por ciento decía que se arrepintiera, que volviera, que tenía un buen salario y que los abogados eran todos tiburones carnívoros.
No se conformó, estaba dispuesta a hacer pagar al desgraciado tanto desprecio. Un conocido de la familia le recomendó al doctor Cuervo. Afirmó con convicción que el letrado lograría hace justicia en su caso.
Graciela fue al estudio del Dr. Cuervo. Se enfrentó en la sala de espera con sillas ocupadas con gente mirando al suelo. Cuando dijeron su nombre, Graciela accedió a la oficina del doctor Cuervo.
-Hola, Graciela. Dígame -dijo él.
-Mire, doctor, yo trabajé por años con Vitorio. No tengo recibos pero sí una multitud de testigos.
-Suficiente, Graciela, suficiente. Dígame ¿qué se le debe?
-Y, enero, febrero y unos días de marzo.
-Usted trabajaba como...
-Moza, doctor Cuervo. Yo era moza en dos turnos.
-Bueno, Graciela, mándele a Vitorio este telegrama intimándole al pago en veinticuatro horas de lo adeudado y esperemos.
-Bueno, doctor Cuervo.
Pasaron cuarenta y ocho horas sin respuesta y Graciela volvió al estudio.
-Sí, Graciela. Dígame.
-Nada, doctor. Nada, silencio absoluto.
-Bueno, Graciela, envíe este telegrama: "Ante silencio, considérome despedida. Accionaré judicialmente”. En setenta y dos horas dígame si tiene respuesta.
-Bueno, doctor.
Al día siguiente de la última consulta de Graciela, Don Vitorio, su patrón, que era un buen tipo y no quería problemas, se presentó en el estudio de Cuervo para llegar a un acuerdo amigable.
-Mire, doctor Cuervo. No tengo problemas en arreglar. Mi empresa está quebrando y Graciela es una buena mujer. Lleguemos a un acuerdo. Dos mil pesos en efectivo y mil pesos de sus honorarios.
-Consultaré a mi cliente, don Vitorio. Deje su teléfono al secretario y le diré.
A las setenta y dos horas volvió Graciela.
-No tuve respuesta –dijo- ¿Usted sabe algo? No tengo un peso.
-No. Nada. Hay que iniciar el juicio. ¡YA!
-¿Y cuánto me debe? -preguntó Graciela.
- Entre deudas de días de trabajo, indemnización por despido, preaviso, vacaciones y aguinaldo proporcional, calcúlele unos treinta mil pesos.
-¿Tanto? El señor Vitorio no tiene esa plata.
-Sí, tanto, y el Sr. Vitorio tiene esa plata.
Al día siguiente, acudió el Sr. Vitorio al estudio del doctor Cuervo.
-¿Hay algún acuerdo? -preguntó.
-Ninguno, Vitorio. Ninguno. Graciela es implacable. Ni se dignó a pasar por el estudio. Lo lamento pero iremos a juicio.
A la semana, el juicio de Graciela por despido, preaviso y vacaciones, por un monto de cincuenta mil pesos, estaba iniciado. Don Vitorio, al recibir la demanda dijo ¡No puede ser! Y fue a ver a una abogada recomendada que le aconsejó pelear.
Vitorio y Graciela pelearon. Ganó Graciela. Se estableció a su favor un monto de mil quinientos pesos. A su abogado le regularon diez mil pesos y a la abogada de Vitorio cinco mil, con más las costas del juicio a cargo de este último. Ni Graciela ni Vitorio entendían. Pero era así. Por derecha, ley de honorarios mediante, las partes debían pagar y elegir entre opciones: aprender de la experiencia con prudencia, o la cárcel por no reprimir los impulsos.
La carroña es el alimento de los cuervos.

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