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amigas

Luego de tomar una ducha ligera, Marta se secó cuidadosamente y enfrentándose ante el enorme espejo del baño dejó caer la toalla. Se quedó largo tiempo examinando su cuerpo. Su conclusión fue altamente satisfactoria. Su figura esbelta de formas perfectas, los ojos grises y brillantes, la plena armonía en su cara aniñada; sin duda era una bella mujer.
Tal confirmación, sin embargo, no coincidía con su abstinencia sexual de toda la vida. Jamás un hombre se había interesado en ella, nunca una cita, un piropo, una invitación a cenar. Nada, absolutamente nada. Quizás la rigidez exagerada, la estrictez, el rigor que imponía en sus clases del quinto grado de la escuela treinta y dos se habían comentado en el pequeño pueblo en que vivía, generándole una injusta fama de inabordable, de intolerante.
Se colocó su guardapolvo y marcho al colegió que la albergaba desde siempre. Sus pequeñas blancas palomitas eran toda su alegría. Llegó, dejó sus cosas en el aula y respondió al requerimiento de Graciela, su amiga, que junto a su nuevo compañero había concurrido para consultarla por algunas cuestiones que había detectado en su hija, alumna de Marta.
Pasaron a una pequeña oficina y allí se debatieron todos los detalles de un par de problemas comunes y de fácil solución. Durante el transcurso de la reunión, a Marta no se le pasó por alto que Jorge, la nueva pareja de Graciela, no le sacó los ojos de encima. A esa mirada se sumaban sonrisa, gestos pícaros. Al finalizar el encuentro, Graciela se despidió de Marta con un beso en la mejilla deseándole feliz cumpleaños. Lo mismo hizo Jorge, aunque quedándose un tiempo exagerado con sus labios en la mejilla de la cumpleañera, al tiempo que su mano introducía disimuladamente algo en el bolsillo del guardapolvos de Marta, que se sonrojó.
Ya a solas, su mano investigó en el bolsillo topándose con un papel con un número de teléfono y la expresión ¡llámame! Al terminar la doble jornada, bien entrada la tarde, Marta llegó a su casa inquieta, ansiosa, confundida. Sin dudar llamó al teléfono que le había dado Jorge.
-Hola -dijo Marta tímidamente.
-Hola Martita. Soy Jorge, en verdad no sabía que en la escuela treinta y dos trabajaban maestras tan bellas como vos.
-Mirá, Jorge. Te equivocaste. No soy del tipo de mujeres que traiciona a sus amigas.
-Y si no es así, ¿por qué llamaste? -preguntó Jorge.
-No sé -murmuró Marta-. Quizás por curiosidad.
-Mirá, esperame esta noche a las veintiuna en la esquina de la torre. Iremos a algún lugar íntimo, festejaremos tu cumpleaños.
-Ni loca. No voy a ir.
-Yo estoy seguro de que sí -afirmó Jorge-. Allí estaré.
-Chau, Jorge. No vayas porque no acudiré.
-Hasta luego. Nos vemos.
Apenas colgó, Marta se dirigió al baño, se miró en el espejo y dirigiéndose a la imagen que en él se reflejaba repitió:
-¡Ni loca! ¡Ni loca! ¡Ni loca voy a perder esta oportunidad!
Inmediatamente dejó correr el agua en la bañera, mucha espuma, tibieza y en la cara una sonrisa de picardía, absolutamente decidida a enfrentarse con un desliz de aquellos.
A las veintiuna horas estaba en la esquina de la torre coincidiendo con la llegada de la camioneta de Jorge. Un ¡Hola! fue suficiente. Marta accedió al vehículo de Jorge que aceleró bruscamente. A los cien metros, y a velocidad normal, Jorge le propuso una comida especial en un restaurante algo alejado y acogedor. Marta obviamente no puso objeciones y allí fueron.
La comida deliciosa y el vino generoso hicieron ligera y pícara la charla. Jorge pagó y la pareja se retiró del local en penumbras; en tácito acuerdo se detuvieron en el primer hotel alojamiento que encontraron.
Marta se sorprendía de la naturalidad con que actuaba. Como si mil veces hubiese estado en una situación similar. Ya en la habitación, el abrazo y el beso interminable mientras se despojaban de las ropas. Fue el preludio de un acto de amor intenso, lleno de pasión, inolvidable para Marta. La noche pasó rápido y al momento de partir, Marta tenía la absoluta convicción de que se había enamorado de Jorge para siempre.
Los encuentros, los besos, la pasión el amor sin prejuicios se prolongaron sin solución de continuidad, día a día. En la mente de Marta, el tiempo que Jorge le dedicaba a Graciela comenzó a ser una molestia, no lo aceptaba. Jorge era su Jorge. Debía pensar la manera de desembarazarse de su amiga. Comprendió que sólo existía una sola manera terminante, definitiva.
Un día cualquiera Marta citó a Graciela en un paraje despoblado, huérfano de cualquier vestigio humano con la excusa de tener que hablar con ella de problemas de su hija.
Graciela no desconfió y se llega hasta el lugar del encuentro. Desciende del auto y no observa a su amiga en el lugar. Se acerca al coche de Graciela que estaba estacionado con el baúl abierto y trata de ver si algo pasaba. Así se acerca a la parte posterior del rodado, se inclina levemente y allí recibe un fuerte golpe en la cabeza que le aplica Graciela con un fierro grueso y punzante. Cae desmayada. Ya en el suelo se cansa de someterla con el letal instrumento hasta que la muerte de su amiga aparece inevitable.
Haciendo gala de una fuerza poco común, la sube al baúl de su auto y a alta velocidad toma una ruta desértica hasta detenerse en un pequeño monte con árboles. Camina unos pasos y ubica el lugar exacto donde había cavado la tumba para Graciela, lejos de las miradas indiscretas de los automovilistas que podían pasar ocasionalmente.
Baja el cuerpo inerme de su amiga del baúl del auto, lo arrastra jadeando hasta la fosa y haciéndolo rodar lo arroja en ella. Coloca el cuerpo boca arriba, baja del automóvil una pala y una botella con acido para desfigurar el rostro de Graciela. Destapa la botella y arroja el ácido en el rostro de su amiga que, ante el estupor de Marta, por el dolor causado por el líquido pega un saldo como si fuera a volar y comienza a correr.
Como repuesta del suceso imprevisible, Marta corre a Graciela sin éxito pues la oscuridad de una noche sin estrellas juega en su contra; no logra encontrar ningún rastro.
Vuelve al automotor, enciende las luces y al hacerlo allí, frente a ella, aparece desorientada Graciela que luego de tanto correr había llegado al mismo lugar. Sin dudar Marta la encandila, acelera, la atropella. Una y cientos de veces recorre el cuerpo inerte de su amiga. Cuando acaba la furia se detiene, recoge el cuerpo deshecho de Marta, lo ubica en la tumba, lo tapa con cuidado, asciende al automóvil y como si no hubiera pasado nada. Al llegar a su casa, ingresa directamente al garaje y apaga el motor. Lava el auto cuidadosamente.
Graciela ya era un recuerdo, Jorge era su hombre exclusivo, para siempre. Se pega una ducha ligera, se introduce en la cama y duerme en paz y profundamente.
Al día siguiente, al atardecer, golpean a la puerta de Marta. La policía procedió a detenerla por el asesinato de Graciela Nogues. Testigos, indicios, rastros, y la declaración incriminatoria de Jorge fueron solo el comienzo. Luego el interrogatorio, la confesión y el juicio.
Ya en prisión, juró que nunca más confiaría en un hombre. Al tiempo de celebrarse el juicio la acompañó una reclusa, Jorgelina, el nuevo gran amor de Marta. Al declarar como testigo, Jorgelina juro y rejuró sobre la Biblia que una prisionera que había compartido el calabozo con la dicente le comentó que ella, una tal Mabel, había sido autora del terrible crimen de Graciela.
Por algún motivo, el Fiscal tuvo piedad de esa frágil y bella mujer asesina. Un largo alegato no alcanzó a justificar los ocho años de prisión con que Marta quedaba mano a mano con Graciela.

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