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mirada

María sentía una profunda depresión. Un bajón que no podía superar. A los veinticinco años, dueña de una belleza muy poco común, no lograba que ningún hombre reparara en ella.
Terapias, yoga, amigas fieles y compinches, un trabajo pleno de hombres apetecibles que bromeaban con ella, le contaban sus hazañas amorosas, le hablaban de las actuaciones de sus equipos de futbol favoritos pero jamás, nunca un piropo, una sonrisa cómplice, una mirada provocadora, una cita relevante, nada.
Harta de su vida árida, con muchas navidades y ninguna nochebuena, entró a la confitería de costumbre, se sentó en una de las mesas de la ventana, pidió el té de rigor y trató de olvidarse del asunto.
Se sirvió y al hacerlo levantó la mirada en el justo momento que un muchacho bello de enormes ojos azules, cabello como el trigo la miraba.
Obviamente, volvió a dirigir la puntería hacia el mismo  lugar y confirmó que su primera apreciación no era errada. Trató de disimular el entusiasmo. Había olvidado cuando fue la última vez que un tipo pintón como su ocasional galán se había fijado en ella.
Decidió olvidarse de su timidez y buscar en algún lugar del arcón de sus vivencias una pizca de atrevimiento. Así no ahorró sonrisas insinuantes, gestos provocativos, alguna caída de ojos; cruzó criminalmente sus bellísimas y largas piernas, las acarició casualmente, pero nada, sólo la mirada que aparecía obstinada y ningún avance.
Al tercer té decidió poner fin al juego. Llamó al mozo, pagó, tomó su cartera, se levanto y puso rumbo a la puerta de salida.
Al pasar por la mesa de bello muchacho mirón decidió sacarse la duda que le molestaba. Lo enfrentó y le preguntó:
-¿Por qué me miró toda la tarde? ¿Por qué no me sacó los ojos de encima?
-Discúlpeme, señorita, pero yo no la miré.
-¡Sí me miró! ¡Toda la tarde! ¡Quizás sea un juego! ¡Un pasatiempo que lo divierte! Hoy están todos locos, ¡Se hacen el bocho con cualquier cosa! ¡Quizás esperaba que me acercara yo! ¡O cree que soy una cualquiera! ¡No, m’hijito, no soy una cualquiera!
-Jamás puedo pensar eso de usted -respondió el bello caballero.
-Pero me maltrató, ¡Me hizo entrar! ¡Me llené de ilusiones, de fantasías! ¡Para nada!, ¡Eso, señor, para nada!
-Señorita, yo no la maltraté. Yo no hice nada.
-Justamente eso. ¡Me provocó, me entusiasmó y no hizo nada! ¡Dos mesas, nada más que dos mesas tenía que acercarse! - gritaba la pirada.
-Miré señorita, no sé quién es usted, ni donde estaba sentada. Le aseguro sin duda que yo no la miraba.
-¡Usted es un mentiroso!
-No, señorita, yo no soy un mentiroso. Yo, señorita, soy ciego.

aquí estaré

Cuando todos los astros se apaguen en el cielo, cuando
todos los pájaros paralicen el vuelo cansados de esperarte,
ese día lejano yo te estaré esperando todavía. (José Ángel Buesa)


Yo no habré de partir, aquí estaré
es apego, el gusto por las cosas
he plantado mi árbol y mis rosas
fiel remanso al tiempo de sentir

Si decides volver me encontrarás
fiel cobijo la tibieza del hogar
cuando quieras, no tienes que avisar
no habrá cambios, no dudes, lo verás

Aguardando mis brazos y el cariño
y mis manos calientes, la caricia
renovada la dicha, la delicia
sentimiento feliz, como de niño

Si no quieres retomar, vale el recuerdo
mil momentos de amor y tan felices
un pasar bien rico de matices
los habré de saborear a ritmo lerdo

bicho inmerecido

Que, cuando hay inundación/ el alacrán,
el ratón/ -bichos que no lo merecen-/ hallan que ella le ofrece/ hasta el ùltimo albardón.
(Alfredo Zitarrosa)


Bicho que no lo merece
lo mencionó Zitarrosa
se mete en todas las cosas
perverso como parece

Zancadillas y empujones
ninguna la sutileza
para el mal tiene cabeza
el rey de los adulones

Y lo acompaña la gente
la corte del sí señor
con la excusa del temor
por su perfume de muerte

No sabe de la piedad
de los buenos sentimientos
especialista en tormentos
tinieblas y oscuridad

agotar el placer

(Publicación a pedido del autor)

Es luz en la oscuridad
y sonrisa en la mañana
glorioso fín de semana
que cambia la realidad

Ausencia deja de ser
ojos verdes y la piel
tan dulce sabe la miel
al tiempo de anochecer

Suave luce la caricia
las manos tan complacidas
cosas buenas de la vida
remanso, goce y delicia

Y luego estalla el querer
sin tiempo ni condiciones
coinciden dos corazones
en agotar el placer

el parquero

Hay jornadas que son absolutamente agotadoras, donde nos suceden mil imprevistos, cuando la mente se agota resolviendo las cuestiones más complejas, mientras el cansancio se convierte en un asunto integral y el cuerpo clama por esa cama blanda convertida en tibio y anhelado refugio.
Jorge culminó ese lunes destruido. Llegó a su departamento, se dirigió al dormitorio, se quitó la ropa -que fue a parar al destino que dispuso el azar-, se mezcló con las sábanas, tomó la autopista de los sueños y aceleró con destino a su bello mundo de ilusión.
Cuando una sonrisa de satisfacción se dibujaba en sus labios, siente que alguien lo llama por su nombre a la vez que lo toca en la espalda.
-Jorge, vamos, levantate, es hora de partir.
Jorge pensó que era un pequeño escollo con el que había topado camino a sus sueños y acomodó su cabeza sobre la almohada.
-Vamos, Jorge, estoy cansado. Hay que marchar, ya se está haciendo tarde.
Ante esta nueva interpelación, Jorge se da vuelta y al hacerlo se encuentra sentado en su cama a un hombre con inmensas ojeras, la tez amarilla como si estuviese padeciendo de una pancreatitis terminal, todas las arrugas del mundo se habían apoderado de su cara.
-¿Usted quién es? -preguntó asustado Jorge.
- No empecemos con el jueguito de las preguntas! ¡Eso me pone loco! -exclama el extraño.
-¡Qué loco ni loco! Esta es mi casa y yo a usted no lo conozco. Luego usted es un extraño que entró subrepticiamente a mi hogar con la intención de robarme o quiza pretendiendo algo peor.
-Acertaste, Jorge.
-Usted va a robarme -añadió Jorge.
-No, es algo peor.
-No me diga que va a golpearme o que intentará satisfacer sus bajos instintos
-No, nada de eso.
-¿Entonces qué? -interrogó Jorge.
-Entonces dejemos este estúpido diálogo y acompañame. Soy el representante de la muerte, el Parquero que ha venido a buscarte y estoy cansadísimo.
-¡Como va a ser la el representante de la muerte! Recién cumplí veintiséis años, tengo un estado físico perfecto, acabo de hacerme un chequeo y el médico me dijo que todo estaba bien.
-Tu médico es un mentiroso o un ignorante. Acabas de sufrir un infarto masivo y tu vida fue.
-Discúlpeme, señor, con todo el respeto que me merece, a mi no me agarró nada. Compruebe mi pulso, el ritmo de mi corazón, esta vuelta carnero no la puede hacer ningún fiambre.
El Parquero lo mira detenidamente a Jorge, sorprendido por la espectacular vuelta carnero que realizó sobre la cama. Saca una libreta de apuntes, llena de nombres y fechas y pregunta.
-¿Usted es Jorge Morel?
-No, señor. Yo soy Jorge Martinez.
-¡No puede ser! ¡No puede ser! Era el último y a la cama y ¡me equivoco! -se lamentó el Parquero mientras un lagrimón se escapaba de sus ojos rojos y hundidos.
-Bueno, señor , no se ponga así, un error lo tiene cualquiera.
-No, esto no puede ser. ¡Es la quinta vez que me pasa en la semana! ¡Es el mobbing! ¡Mis jefes me están volviendo loco!
-¿Qué es eso del mobbing? -pregunta jorge.
- Hostigamiento laboral. ¡Esos avaros de los de arriba, cada vez me dan más trabajo! Suprimieron la oficina de muertes violentas y triplicaron mi responsabilidad. Todavía me quedan dos años para jubilarme.
-Mi amigo, yo creo que usted ha pasado la edad jubilatoria.
-No, los Parqueros nos jubilamos a los doscientos años y yo recién cumplí ciento noventa y ocho. ¡Ay, que cansado que estoy! ¡Encima se me pinchó una rueda del parcamovil que estacioné abajo y no tengo herramientas ni fuerzas para cambiarla.
Jorge miró piadosamente a esa masa informe, amarillenta, llena de arrugas, con pelo ralo, lloriqueando. Haciendo gala de su natural generosidad le dice:
-Mire, yo puedo irme a dormir a la casa de mi novia. Tome mi cama, descanse. Con un amigo le arreglamos la rueda del parcamovil y cuando esté repuesto vuelva a su trajín. Cuando se vaya deje las llaves debajo de la alfombra.
-¿Usted haría eso por mí? -interroga el Parquero.
-Por supuesto. Descanse. Yo me encargo de todo.
-¡No sabe cuánto le agradezco!
-No es nada, adiós y suerte -se despide Jorge.
Con su amigo Manuel cambia el neumático averiado del parcamovil, y se llega hasta la casa de su novia Julieta.
-¿Qué hacés a esta hora aquí, Jorge? ¡Son las dos de la mañana! –apunta Julieta
-Tuve un impulso irrefrenable por verte, mi amor. ¡Quiero estar con vos hasta que la muerte nos separe!
La tibia cama de Julieta y la ternura de sus besos sepultaron en el olvido al Parquero y sus amarillentas arrugas. Temprano en la mañana Jorge volvió a su departamento. Debajo de la alfombra estaba la llave. Abrió la puerta y sobre la mesa del living una nota: “Estimado Jorge: Gracias por la hospitalidad. Consulté mis anotaciones y tendrás una larga y dichosa vida. Perdón por el error. Un abrazo. El Parquero”.

violación

Juan no podía dejar de beber. Todo su objetivo en la vida era conseguir el dinero necesario para comprar la mayor cantidad de cajas de vino barato y matarse tomando. María, su mujer, lo odiaba por eso. Maldecía ese perfume a vino tinto barato que recalaba en cada rincón de la casa.
Juan se mantenía en un estado de inconciencia permanente. Así, inconciente, rodeado de cajas vacías de vino berreta, lo detuvo la policía por la denuncia de María. Su compañera afirmaba entre lágrimas que había sorprendido a Juan en la cama violando a Ana, la pequeña beba de ambos, cuya edad apenas superaba los siete meses.
En medio de la delirante confusión que invadía a Juan, no se resistió ante la brusquedad de la autoridad. Se dejó empujar, esposar, tironear, soportó algún golpe; su sueño de alcohol sólo le permitió murmurar que él no había hecho nada, comentario que no fue atendido por los uniformados que lo arrojaron al fondo del móvil.
La acción fue rápida, brusca, silenciosa. Nadie le preguntó nada a Juan, nadie le dijo nada. Simplemente lo arrancaron de la borrachera y lo acarrearon hacia la comisaría.
Ya en la alcaldía, en el barullo de la mente de Juan se destacaban agravios variados y la amenaza de padecer en un tiempo cercano todo tipo de tormentos. Le preguntaron si sabía cuál era el alto precio a pagar por haber violado a la niña. A su propia hija.
Allí Juan se inquietó y con palabras que se tropezaban alcanzó a afirmar que él no había sido, que no tenía nada que ver. Su borrosa defensa recibía como respuestas golpes y maltratos.
Del bolsillo trasero del pantalón, los agentes sacaron el documento de identidad de Juan y de allí los datos que asentaron en el libro de ingreso; trámite rápido, ansioso, que Juan tampoco entendió.
Su estancia en la mesa de entradas de la alcaldía fue fugaz. Lo alojaron con los presos duros, veteranos de la delincuencia, los que sabían qué hacer en estos casos. La vigilancia desapareció mágicamente y de inmediato dos reclusos lo tomaron a Juan, lo desnudaron y uno por uno lo violó con saña, perversamente, a la vez que era golpeado sin piedad, pateado y pisoteado por sus compañeros de cautiverio.
En el interín, el oficial a cargo acude al domicilio del Juez en turno y le comunica la novedad.
¡La puta madre! fue la expresión con la que el magistrado, doctor Perez, puso de manifiesto su disgusto por el accionar policial. ¡Son unos boludos!, gritó alteradísimo el Juez. ¡Lo van a matar! ¡Cómo van a ubicar a un borracho como Juan, imputado de la violación de su pequeña hija con los detenidos de máxima peligrosidad! ¡Todos saben lo que sucede cuando le tiran un presunto violador a los leones, y más cuando la abusada es una beba!
Perdón, doctor, se animó a decir el oficial, la violación está probada. La denuncia de María es sumamente detallada y clara, y la penetración y restos de semen fueron comprobados por los médicos forenses.
¡Probado una mierda!, gritó el Juez. María es una mentirosa patológica, mil cuernos le ha metido a Juan aprovechando su estado de inconciencia permanente por el alcohol. Puede ser cualquier cosa, concluyó el Magistrado.
¡Todos al móvil y volando a la comisaría!, ordenó el doctor Dominguez.
Mientras esto sucedían en la casa del juez, en la alcaldía los presos trababan la puerta de acceso al pasillo de la celda; entre todos levantaron el pesado cuerpo de Juan, lo ataron con una ruda cuerda sujetándolo con alambres a las rejas de un calabozo individual.
De algún lado salió una botella con nafta, el colchón fue regado generosamente, un fósforo y el tremendo dolor que le provocó el fuego dio paso a un grito desgarrador, intenso, prolongado de Juan, que en instantes dejó de ser, consumido por las llamas.
Casi en forma coincidente el Juez y la comisión policial llegaron a la comisaría. El olor a carne quemada comenzaba a invadir todos los ambientes del presidio.
¡Lo hicieron!, exclamó el doctor Pérez con voz pesada y culposa. Llegamos demasiado tarde.
Destrabaron la puerta de acceso a los calabozos y el Juez se enfrentó con el cadáver calcinado de Juan. Se sentó largo rato con las manos tomando la cabeza. Sabía que esa tragedia podría haberse evitado con un poco de diligencia. Llamó a su secretario. Le encargó que instruyera el sumario pertinente por la muerte de Juan y dispuso que María concurriera a su despacho en forma inmediata para ratificar su denuncia.
María fue encontrada en su casa haciendo el amor con Jorge, su último amante. La policía la llevó hasta el despacho del magistrado dejando a Jorge, increíblemente, en libertad de acción.
Mientras María aguardaba al magistrado, Jorge partía en un micro con destino a cualquier lado.
El doctor Dominguez le dijo a María que accediera a la oficina y se sentara frente a él.
-¿Qué pasó, María? ¿Sabés que Juan murió? ¿Que lo asesinaron en la alcaldía los propios reclusos?
María le mantuvo la mirada al Juez, dura, desafiante y luego de un instante de silencio dijo:
-Mire Señor, yo sorprendí a Jorge violando a María.
-¿Y por qué culpaste a Juan?
-Juan era una desgracia, siempre borracho, inconciente, su único interés era el alcohol. Ya estaba harta de ese perfume a vino barato que penetraba cada rincón de la casa.
-¿Y Jorge? ¿Quién es? ¿Dónde vive? -interrogó el magistrado.
-Jorge es un Jorge como tantos Jorges que hubo en mi vida. No es de acá. No sé en qué ciudad vive. No hago preguntas.
El Juez se quedó en silencio, resignado. Nunca más encontraría al autor del abuso, a ese Jorge que había violado a la hija de Juan, un Jorge sin rostro, sin huellas, sin presente ni pasado, que desapareció para siempre.

soledad

Esta vida dura y compleja muchas veces nos invita a obviar la realidad y aferrarnos a la fantasía de nuestros sueños, maravillosos, confiables, inmutables.
Pero nada es absoluto, ni siquiera los sueños que a veces nos sorprenden, juegan con nuestra ilusión, nos confunden y la alegría nocturna torna en tristeza y duda.
Mario era titular de una vida trajinada, ruda. Para él, encontrarse con su mundo de sueños donde la bella Soledad era exclusiva y excluyente protagonista, era su máxima ambición. Así, cada noche le otorgaba ese pedacito de esperanza que no encontraba en la realidad.
Soledad era -como dijimos- la estrella de cada una de sus noches. Charlas, caricias, besos, amor con pretensión de eternidad. Pasaron dos años desde el primer encuentro y el cariño entre Mario y Soledad no tenía baches ni tropiezos. Era una relación maravillosa, para siempre, sin fisura.
Una noche Soledad no se hizo presente. Al despertar Mario, su alma estaba llena de ausencia. Una profunda tristeza lo acompañó durante el día. Al llegar la noche accedió a sus sueños con una actitud entre esperanzada y escéptica. Aunque una sonrisa recibió la presencia de Soledad, Mario no tardó en comprender que algo andaba mal. El comportamiento de su amada nocturna había variado: rechazó cualquier tipo de caricia, ningún beso y se marchó rápidamente.
Abrumado y sin poder entender, Mario soportó otra jornada de angustia e inquietud. Un mal presentimiento le impedía esa noche llegar a sus sueños. Cuando al final el cansancio dio paso al misterio, se encontró una nota en el banco de sus encuentros con Soledad. La leyó con avidez. Decía: “Disculpame, Mario, lo nuestro tiene que terminar, me enamoré de Sergio García y sus sueños me han ganado”.
Se despertó transpirando. Eran las dos de la mañana. No podía ser. Sergio García, su mejor amigo le había robado la mujer de sus sueños. No pudo dormir más. Ese día faltó al trabajo y la depresión le impidió levantarse de la cama. Se durmió. Una noche sin ilusión. A la madrugada despertó sobresaltado.
Sergio García estaba muerto por Gloria, la hermana de Mario. Una loca idea vino a su mente. Ese domingo haría un asado en su caso invitaría a Sergio y aunque ignoraba que los sentimientos de su hermana respecto de Sergio, era una posibilidad.
El domingo gran asado. Para decepción de Mario, Sergio y Gloria prácticamente no se hablaron. Con la sensación de fracaso pintada en rostro, se sentó pálido en un banco del jardín. Gloria se percató que Mario no estaba bien, también lo apreció Sergio. Ambos acudieron a asistirlo. Cuando la mano de Gloria tocaba la frente de Mario su piel rozó el brazo de Sergio que intentaba animar a su amigo. Se miraron, Mario sonrió con picardía, los tres se abrazaron. A partir de ese momento Sergio y Gloria no se separaron hasta la despedida, bien entrada la noche.
Al acostarse. Mario aguardó a Soledad que brilló por su ausencia. Pensó que había sido una idea tonta. Sergio durante el día era titular de las caricias de su hermana y por la noche Soledad lo visitaba en sus sueños. Pasaron un par de noches en que Mario tomó un par de sedantes para dormir profundamente.
A la tercera se olvidó y allí apareció Soledad. Tan hermosa y sonriente como en los buenos tiempos.
-¿Donde estuviste los últimos dos sueños? Vine a buscarte y no estabas -dijo Soledad.
-Un problema en el trabajo -se excusó Mario.
-Mario, fui una tonta. Jamás debí dejarte. Sergio no valía la pena. Me engañó en su sueño con una tal Gloria. Ahí me dí cuenta de que cometí un gran error. Que mi amor por vos nunca dejó de ser.
-Mi querida Soledad. Todos cometemos errores. Pero siempre está la posibilidad de repararlos si el arrepentimiento es sincero. Yo te amo intensamente. ¿Y tú, Soledad? ¿Tú me amas?
-¡Con toda el alma, Mario! ¡Con toda el alma, por el resto de tus sueños!

accidente

Juan Carlos era un exitoso empresario gastronómico. A sus treinta y tres años había logrado una sólida posición económica y, lo más importante, junto con Mariana, su esposa y Julia su pequeña hija de tres años, conformaban una magnífica familia.
Se sentía un tipo afortunado. Todo lo conseguido había sido fruto de su esfuerzo personal. Mucho trabajo y el apoyo incondicional de Mariana.
A pesar de la juventud, tanto Juan Carlos como Mariana tenían todo el tiempo del mundo para dedicarlo al ocio, a viajar, a practicar deportes. Así Juan Carlos pasaba gran parte de su tiempo en las canchas de golf, mientras que Mariana -luego de intentar seguir a su esposo en el mismo deporte- desistió y comenzó a tomar clases de tenis.
En verdad Mariana se había entusiasmado con el deporte blanco. En realidad su apuesto profesor era un estímulo importante para este súbito berretín tenístico.
Jorge, el profesor, tenía toda la pinta del mundo. Por supuesto no tenía horarios disponibles, ni de mañana, ni de tarde como tampoco por las noches. Luego de muchos ruegos, Mariana consiguió un par de horas y la mejor atención. En poco tiempo era ostensible que Mariana moría por su profe. Sonrisas, gestos, indirectas, llegaron a destino y Jorge la invitó a cenar.
Mariana aceptó sin vacilar. Una excusa cualquiera a Juan Carlos, que jamás dudaría de su esposa, y una noche de buena comida, mejor bebida y el comienzo de un romance peligroso para ambos.
Los encuentros de Jorge y Mariana se hicieron cada vez más frecuentes aunque nunca lograron despertar sospecha alguna de Juan Carlos.
Una tarde, Juan Carlos llega temprano a la inmensa casona de la familia y al dejar la campera en uno de los sillones del living se topa con el celular de Mariana.
Lo toma, aprieta la tecla de mensajes recibidos y allí se encuentra con infinidad de recados de Juan Carlos que dejaba al desnudo el desliz de su esposa, el apasionado romance que vivía con su profesor. Pulsa la tecla de mensajes enviados y en ellos Mariana destacaba las dotes de gran amante de Juan Carlos, el sentido que había encontrado su vida luego de tanto aburrimiento con su esposo, de tanta ausencia de sexo, de caricias del amor que ahora había encontrado en una cancha de tenis.
Juan Carlos no podía creerlo, jamás habría sospechado una infidelidad de Mariana. Se sintió abrumado, gritó un insulto en el mismo momento que Mariana abría la puerta de entrada. Se alejó de Mariana y le preguntó sobre su romance, los mensajes, el profesor de tenis, el engaño.
Mariana reaccionó furiosa. ¡Quién mierda sos vos para revisar mis cosas!, gritó. Se acercó a Juan Carlos y poniéndose cara a cara exclamó ¡No tenés ningún derecho a vigilarme!
El cachetazo de Juan Carlos no se hizo esperar. La fuerza de la bofeteada empujó a Mariana que llega a tocar el piso con sus rodillas, trata de erguirse y al hacerlo se engancha con la alfombra y cae pesadamente sin poder realizar ningún movimiento defensivo. De suelo la levanta Juan Carlos, tomándola con fuerza de los cabellos y golpea su cabeza contra el muro de hierro macizo que rodeaba el hogar mientras el atizador cae sobre la sangre que había comenzado a fluir de la profunda herida que había quebrado la frente de Mariana de manera fatal, irreversible. La muerte había dicho presente.
Juan Carlos se sentó en silencio. Se serenó, tomo el teléfono y llamó a su abogado y amigo de la infancia, Ricardo. Ricardo Albano.
-Hola, Ricardo, habla Juan Carlos.
-¡Hola Juanca! ¿Cómo anda todo?
-Mal, Ricardo, muy mal. Mariana se mató.
-¡Qué! ¿Qué pasó?
-Vení que te cuento.
-¡Ya voy, Juanca, no toques nada!
A los diez minutos Ricardo llega a la casa de Juan Carlos, quien le cuenta paso a paso lo sucedido.
-Mirá, Juan Carlos, tenés que convencerte de que esto fue un accidente. Vos le diste el cachetazo, ella se tambaleó, enganchó su pie en la alfombra y cayó sobre el muro de hierro rompiéndose la cabeza sin que vos pudieras hacer nada para auxiliarla ¿Estamos, Juanca?
-Estamos, Richard.
-Imaginate la escena en tu mente un y otra vez, y finalmente será verdad.
-Así lo haré, Richard.
El día de la audiencia del debate, Ricardo aconsejó a Juan Carlos que se prestara ampliamente a la declaración indagatoria del Tribunal, obviando naturalmente su intervención fatal. Sólo debía declarar la imagen tan ensayada y bien aprendida de la accidental caída de Mariana.
Así lo hizo Juan Carlos, que contó detalladamente el cuento que le había enseñado su abogado.
Luego Ricardo presentó peritos médicos especializados en la materia. Ambos coincidieron en remarcar que la muerte se produjo por el impacto del cráneo al golpear contra el macizo hierro que rodeaba el hogar. Que no existía en el lugar del hecho ningún rastro de violencia, que se había tratado de un desafortunado accidente.
A continuación declaró un experto policial que se encargó del reconocimiento del lugar, señalando dos elementos de importancia. Primero exhibió fotos de la alfombra donde podía verse el lugar donde se engancha el zapato de Mariana dando lugar a su caída y luego imágenes del atizador, remarcando que no se había encontrado huella digital alguna, que debía registrarse necesariamente si alguien hubiera golpeado a Mariana, concluyendo finalmente que todo no fue más que un desgraciado accidente.
Cerrada la etapa de prueba, se le otorga la palabra al Fiscal. Luego de pensar unos minutos, de mirar algún punto perdido, e intimado por el Tribunal, el representante del Ministerio Público afirma que de las expresiones de Juan Carlos, las constancias de la causa, las periciales producidas en la audiencia, aparecía claro que no existía hecho ilícito alguno que reprochar al imputado Juan Carlos Gutiérrez. Que el suceso había sido un penoso accidente y que por ello se abstenía de acusar.
Concedida la palabra al Defensor, éste coincidió con el Fiscal y reclamó al Tribunal que se absolviera libremente a su cliente.
El tribunal se retiró a deliberar unos minutos. En instantes estaban nuevamente en sus bancas, al tiempo que el Presidente del Cuerpo anunciaba la absolución del imputado Juan Carlos Gutiérrez por el delito de Homicidio calificado por el vínculo por el que había sido requerido.
Juan Carlos y Ricardo se abrazaron largamente.

chica de seda

Para la bella Helena, de un poeta amigo de las lágrimas de amor

No llores chica de seda
que la vida es ilusión
lo que hoy es gran traición
será olvido apenas pueda

Sin duda solo un tropiezo
que el tiempo lo hará morir
y a poco de transcurrir
será un suceso travieso

Toda pena es contingente
es un asunto puntual
mañana no será igual
Tendrás mil cosas en mente

Eres toda juventud
hermosura de mujer
ya hallarás otro querer
hoy yo brindo a tu salud

Ningo*

golpes de muerte (caso judicial con dos finales)

Javier entró a la casa molesto. Cerró la puerta con violencia, su madre no mereció ni un saludo. La odiaba intensamente desde el mismo momento en que le había hecho saber que era hijo adoptivo, que carecía de datos sobre su madre biológica. Había dejado pasar dieciocho años para decírselo.
Se encerró en su habitación, abrió la heladera que había instalado como mobiliario para llenarla de cervezas. Una cama, un pequeño guardarropas y una mesa completaban el vestuario del dormitorio.
En instantes, dos botellas de un litro quedaron ausentes de su rubio y espumante contenido; tomó dos pastillas de su droga predilecta, la que le transformaba esa vida triste y sin sentido en un paraíso indescriptible, el bajón era bravo pero valía la pena.
Se acostó en la cama mientras abría otra botella. Los efectos del estupefaciente mágico empezaron a hacer efecto. Entró en un estado de euforia y agitación, la realidad dejaba de ser. Volvió al salón de entrada a la casa y empezó a gritar por su madre ¡Vieja!, ¡Vieja! ¡Vení que necesito plata! ¿Donde la escondés? ¡Tengo que salir!
La madre se refugió en su dormitorio. Javier tomó una vieja hornalla de cocina que estaba sobre la mesada y la estrelló contra el piso. La hornalla se rompió en siete pedazos, los tomó uno a uno, los guardó en los bolsillos, abrió la puerta de la habitación y enfrentándose a su madre comenzó a gritar:
-¡Dame la plata, vieja de mierda! ¡O me das la guita o te mato! –siguió amenazando enloquecido, mientras lanzaba contra la cabeza de Virginia los trozos de hierro de la hornalla. Dos de los proyectiles dieron en la cabeza y el cuerpo de la mujer, que con sus sesenta y cuatro años mal llevados no podía oponer ninguna resistencia. Con el puño Javier le golpeó la cara a su madre sin dejar de reclamar el dinero. Allí Virginia exclamó ¡Basta Javier! ¡Basta!
La respuesta de su hijo fue tomarla del cuello, levantarla y llevarla arrastrando contra el piso. Allí volvió a sujetarla del cuello y golpeó con fuerza su cabeza y su cuerpo contra la pared que se salpicó de sangre. La soltó y su madre cayó pesadamente al suelo. Miró hacia el marco de la puerta que daba al pasillo, la parte superior del tirante estaba a punto de desprenderse, lo sacó de un tirón en el justo momento que Virginia trataba de sentarse en el piso. Apenas lo logró, Javier le aplicó un violento golpe sobre la frente provocándoles dos heridas enormes y un estado de inconsciencia que no lo conmovió.
Se levantó, fue a la heladera, tomó dos cervezas mas sobre el piso, se estiró y quedó profundamente dormido.
Al despertar, su madre seguía inconsciente en el mismo lugar en que había recibido el tremendo golpe con la madera. Se asustó. Llamó a una ambulancia, ayudó a acomodar a Virginia en la camilla, dijo a los médicos que no recordaba nada, que no sabía que había pasado. A los cuatro días, el hematoma que generó el traumatismo de cráneo producido
por el golpe con el tirante determinó la muerte de Virginia.
En el juicio, Javier repitió que no recordaba nada, que re quería a su madre, que tenía problemas con la droga, que su madre era alcohólica, que él no le había pegado.
El perito bioquímico señaló que había manchas de sangre en la ropa de Javier, en los siete trozos de la hornalla, en el tirante que por la fuerza del impacto se había roto en tres pedazos.
El perito criminalístico señaló que había sangre en las paredes y el piso del primer salón, en una de las piezas, en el marco de puerta que daba al pasillo, que la lucha se había dado en el ambiente señalado en primer término.
Los médicos afirmaron que el tirante era idóneo para producir las dos lesiones que presentaba Virginia en la frente, de nueve y once centímetros respectivamente, y el traumatismo de cráneo, sosteniendo que si bien no podían decir con exactitud la mecánica del hecho, esto es si había sido un golpe o una caída violenta, era indudable que el impacto tuvo una fuerza excepcional al provocar el traumatismo de cráneo en la víctima y la rotura del tirante.
Finalmente la vecina de la casa lindera a la de los sucesos dijo que había escuchado un golpe en la pared y la expresión ¡Basta Javier!
Con los elementos de prueba indicados, el Fiscal imputó el delito de homicidio calificado por el vínculo y pidió se aplicara al imputado la pena de reclusión perpetua.
El defensor afirmó que no había ninguna prueba directa ni de la autoría ni de la materialidad del hecho. Salvo una testigo ocasional nadie escuchó nada. Agregó que la víctima era alcohólica como su cliente, y que como sucede en los estados de ebriedad agudos, alcoholizada cayó sobre el tirante golpeando con la fuerza suficiente para sufrir las heridas que la llevaron a la muerte. Que las ropas de Javier estaban manchadas con sangre porque había ayudado a acomodar a su madre en la camilla y que los destrozos en la casa fueron consecuencia de un acto de furia posterior de su defendido por la bronca que le había causado lo sucedido a su madre. Así al volver a la casa había roto todo el mobiliario.

Condena:
Al tiempo de decidir, los jueces afirmaron que el caso se resolvía por aplicación de un silogismo lógico. Si Javier y Virginia eran las únicas personas que ocupaban la casa donde ocurrieron los hechos la madrugada en que Virginia aparece con gravísimas
lesiones que la llevan a la muerte; si el perito criminalístico afirmaba que las manchas de sangre en las paredes y el piso del primer ambiente de la casa mostraban que allí tuvo lugar la lucha que culminó con las heridas de Virginia; se concluye que en la lucha únicamente se involucraron Javier y Virginia, siendo el primero de los nombrados el que le causó a su madre la graves heridas que determinaron su deceso.
Por ello, por las manchas de sangre en su ropa, el peritaje bioquímico, por las manchas de sangre que aparecieron en cada objeto y en toda la casa entre otros elementos cargosos, no había duda de que Javier fue el autor de la muerte de su madre, calificando el hecho como homicidio calificado por el vínculo y aplicando a Javier la pena de reclusión perpetua.
Hoy, y para el resto de su vida, Javier pasa sus días en la Penitenciaría local. Jamás mostró algún signo de arrepentimiento.

Absolución:
Al tiempo de decidir, los jueces afirmaron que no había prueba suficiente que demostrara sin duda que hubiera ocurrido un delito y menos aún que Javier hubiera sido su autor. Que cualquier posibilidad podía darse como verdadera y por ende, no pudiendo determinar con certeza si la señora Virginia fue victima de su condición de alcohólica y se produjo las lesiones al caer violentamente sobre una superficie idónea para producir la heridas que sufrió, u ocurrió otra cosa, se inclinaron por absolver a Javier por el delito de homicidio calificado por el vínculo en razón de mediar orfandad probatoria.
Una vez en libertad, un amigo de Javier lo ayudó a salir del país y así desapareció para siempre, aprovechando en plenitud las fallas de un fallo que nunca debió ser.

derechos y humanos

A la luz amarillenta del farol de la esquina, vimos con mi hermano Miguel cómo tres tipos fornidos estaban moliendo a palos a un flaco. Corrimos a rescatarlo. Al querer intervenir, un cuarto personaje que se bajó de un Falcon verde estacionado al lado del cordón de la vereda, nos amenazó con un revolver: ¡No se metan! ¡No les interesa!
Así fuimos espectadores de una feroz paliza. La víctima, Nora o Gabriel; el que se pintaba los labios con rouge rojo brillante, se colocaba pestañas postizas larguísimas, polleras bien cortas, medias de red, cartera rosa, zapatos de taco aguja del mismo color y se paraba en la esquina de Rodríguez Peña y Luro aguardando en las sombras a su justo cliente.
Era el diferente del barrio.
Buen tipo, querido por los vecinos, servicial, siempre dispuesto a dar una mano, tirarle unos pesos a los abuelos del departamento de al lado, siempre tan necesitados, siempre tan abandonados. Cada tarde les llevaba facturas y, entre mate y mate, mil carcajadas generadas por el decir atrevido y bromista de Gabriel.
Cuando los violentos decidieron que ya era suficiente, el que nos apuntaba con el arma, dirigiéndose al cuerpo inmóvil de Gabriel gritó ¡Ya no joderás más, marica de mierda! Subieron al auto y partieron velozmente. En el cristal trasero lucía un cartel que rezaba: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Nos abalanzamos sobre Gabriel. Estaba inconsciente. La cara destrozada, la ropa desgarrada, podían verse varias fracturas expuestas en la clavícula, la rodilla derecha, el brazo izquierdo.
Llamamos al hospital desde el teléfono de casa. El médico que llegó con la ambulancia nos dijo que estaba muy grave. Lo acompañamos; directo al quirófano. Esperamos con Miguel. Mucho tiempo, demasiado.
Al abrirse la puerta, el cirujano se dirige a nosotros diciendo que no pudieron salvarlo, que Gabriel había muerto. Miguel comenzó a llorar desconsoladamente, como nunca lo había visto llorar en mi vida. Repetía ¿por qué?, una y otra vez y desde el fondo de las entrañas le salió un franco y absoluto ¡HIJOS DE PUTA!, que retumbó en todo el edificio.
Sabía que Miguel quería mucho a Gabriel. Eran muy amigos desde siempre, pero no imaginaba que ese cariño fuera tan intenso. Sin hablar una palabra llegamos a casa. Miguel se encerró en su habitación un par de días y no salió hasta el lunes a la mañana.
Como cada día laborable, desayunó un poco de café, hizo un comentario trivial e, impecable con la pinta de siempre, se fue a trabajar.
Durante unos días no dejé de pensar en la reacción de Miguel respecto a la muerte de Nora. Exagerada, sin duda; sin sentido ni explicación cierta. El tiempo fue haciendo su trabajo y mi inquietud se transformó en olvido.
Una noche pasé por un moderno pub -recién inaugurado- en Gascón al mil cuatrocientos y a través de un amplio ventanal vi a Miguel charlando con otro hombre en la barra, en el justo momento que el extraño acariciaba su cuello con ostensible ternura.
Ahí comprendí. De curioso me escondí tras un frondoso árbol y esperé que Miguel se retirara del boliche. Lo hizo en compañía del extraño. A media cuadra se unieron en un abrazo y un beso intenso, prolongado.
No lo podía creer. Miguel. Mi hermano pintón, apetecido por miles de mujeres hermosas, era gay. Me costó unos días mirar a Miguel a los ojos. No sabía cómo tratarlo. Finalmente me decidí y hablamos. Le conté lo que había visto y mi confusión.
-¡Ay, mi prejuicioso hermanito! -exclamó sonriendo Miguel-. Sí, soy gay. No es un delito ni una enfermedad fatal. Simplemente soy un hombre al que le gustan los hombres, eso es todo.
-¿Y no tenès miedo de que te suceda lo de Gabriel? –pregunté-. Vos sabés los malos tiempos que vivimos, la fuerza del poder como única razón, que el gobierno se la ha jurado a los gay entre otras minorías, que si te sorprenden no tendrán piedad.
Gabriel añadió que asumía riesgos por los malditos prejuicios; la agresividad de la gente que ejercía su eterna frustración insultándolo, golpeándolo, marginándolo, pero que se la bancaba: siempre hay que pagar un precio por una pizca de placer.
Acto seguido me abrazó, me conminó a no que dejara de preocuparme agregando que todo estaba bien, que confiara en él, que era más que precavido.
A partir de ese día fuimos más compinches, más hermanos, más amigos. Quizás porque compartíamos silenciosamente el secreto de Miguel.
Una jornada, volviendo del trabajo, turno nocturno, bajé del colectivo y emprendí tres largas cuadras hasta casa. Había caminado cincuenta metros cuando tres disparos secos, contundentes, rompieron el silencio de la noche. Corrí hacia la esquina desde donde habían provenido los inconfundibles sonidos del disparo de potentes armas de fuego. Dos tipos se alejaban en un Falcon verde de líneas modernas, que milagrosamente conseguí que no me atropellara. Llevaba las ventanillas bajas y sus ocupantes me gritaron: ¡Se lo merecía, era un puto de mierda! En el cristal trasero se distinguía la consigna: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
En el piso, un hombre en medio de un charco de sangre que se iba agrandando a
medida que me acercaba. Llegué a su lado, comprobé que no tenía pulso, estaba boca abajo. Lo di vuelta y los ojos enormes y azules de Miguel, inertes, me dijeron que todo había terminado.
Desde el alma el insulto ¡HIJOS DE PUTA! Se partió el corazón, el llanto se hizo incontenible, el dolor insoportable. Traté de tranquilizarme. Con cuidado acomodé su ropa, saqué de sus bolsillos la billetera y la agenda personal.
En un instante estacionó al lado del cadáver de Miguel un Falcon verde. Me levanté con furia. Un gigante me paró de un solo golpe en el pecho; lo acompañaba su gemelo, ambos con pelo corto, tipo militar, ambos con anteojos negros. Se identificaron como policías, me preguntaron si sabía qué había sucedido.
-Era mi hermano -les dije-, apenas bajé del colectivo que me traía del trabajo escuché tres disparos, corrí y me topé con el cuerpo de mi hermano en un charco de sangre.
-Está bien, nos hacemos cargo. Ya viene el móvil para llevar el cadáver y hacer la autopsia. Que la familia pase mañana a primera hora a retirar el cuerpo.
Me quedé acariciando la cabeza de Miguel sin poder dejar de llorar. Llegó el
móvil. Allí recordé que ese día, once de febrero de mil novecientos setenta y tres, Miguel, mi hermano cumplía treinta y tres años de edad. Me quedé mirando la ambulancia que transportaba el cadáver de mi hermano hasta que desapareció de mi vista.
En el cristal trasero lucía la inscripción que rezaba: “Los argentinos somos derechos y humanos”

ciega, sorda y muda

¿No tienes enemigos? ¿Es que jamás dijiste la verdad o jamás amaste la justicia?
(Santiago Ramón y Cajal)

Me imagino la justicia sorda y muda
además de los ojos bien vendados
al extremo se lleven los cuidados
que se alejen los temores y las dudas

Que no escuche la voz del influyente
que deseche la opinión del poderoso
que no existan obsecuentes vanidosos
se destaque su accionar independiente

No se hable, tan solo las sentencias
no se filtren ni datos, ni versiones
el silencio, agudas reflexiones
y la luz de la verdad sea evidencia

Sepa dura la vida de los jueces
tan austeros, aislados, intachables
que no vean, que no escuchen, que no hablen
deberá suceder, todas las veces

vez primera

La decisión del primer beso es la más crucial en cualquier
historia de amor, porque contiene dentro de sí la rendición. Emil Ludwig


Cabello de trigo y fresca la tez
brillantes los ojos franca la mirada
corazón intenso, alma esperanzada
genial el amor de primera vez

Tu piel y mi piel, toda la pasión
tus labios, mis labios, el beso anhelado
momento de gloria, instante soñado
mis brazos, tu talle, plena la ilusión

Sabe fresco el césped, sonido del río
franca la sonrisa, es nuevo el candor
y se de tu pecho, ausente el rubor
el tiempo, el lugar y el cariño mío

Y fue maravilla, bella adolescencia
la dama preciada, tan apetecida
la llevo en la mente por toda la vida
querer entrañable, jamás es ausencia

más allá de la muerte

Juan tenía la mirada fija en la pantalla de la computadora. En su departamento, con ropa informal, la cara ausente de la mañanera afeitada y la mente ganada por la nostalgia.
Sesenta y tres años; escribir era su ligero contacto con esa realidad hostil, dura, difícil. Plena de gente que apenas conocía, que nada sabía de su historia.
Añoraba sus raíces, el hogar donde creció y que hoy era una montaña de escombros insolentes por la avaricia y la perversidad de un par de ambiciosas sin piedad. A sus amigos, sus queridos amigos que se fueron con tanta urgencia de la vida. Que se adelantaron a partir con una prisa inusitada. Alberto, Ricardo, Luis, tantos.
Pensando en ellos y su brutal soledad, Juan comenzó a llorar intensamente, como si nunca lo hubiera hecho. En un instante su llanto fue interrumpido por un murmullo de voces que provenían del living. Acudió a ver qué sucedía y la consternación, el asombro, lo paralizó.
Sentado en los sillones que vestían el ambiente, sus viejos amigos Alberto, Ricardo y Luis charlaban animadamente. Confundido, Juan se mezcló con ellos. El abrazo no se hizo esperar. Lágrimas de emoción y alegría, el buen humor de antes, las bromas de siempre, el cariño en cada gesto.
Juan se serenó y dijo:
-¿Qué hacen acá? ¡Ustedes están muertos!
- Sí, es cierto, pero es una situación especial y La Parca nos encomendó una misión importante -dijo Alberto, que se hizo el vocero del grupo.
-Esto no es verdad. Se trata de un sueño. No se vuelve de la muerte.
-Lo que decís es cierto salvo que ocurra una situación de emergencia, en ese caso se resuelve una excepción a la regla del eterno descanso, que deja de ser por unos instantes -señaló Alberto.
-¿Cuál es esa emergencia? -preguntó Juan.
-Tu decisión de suicidarte esta noche, querido amigo -contestó Alberto.
-E…so no es cierto -respondió Juan titubeando.
Alberto se levanta del sillón, se dirige a un pequeño escritorio apoyado sobre la pared, abre un cajón del que saca un reluciente revólver y una caja de balas a la vez que pregunta:
-¿Y esto qué es, Juan? ¿Para qué compraste el arma y las municiones?
-¡Estoy desesperado, amigos! ¡No puedo más! La soledad, la falta de trabajo serio, la pérdida definitiva de la familia, la muerte prematura de mis mejores amigos entre otras tantas contingencias adversas me han derrotado. Quiero dejar este mundo hostil e ingrato, ansío reunirme con ustedes.
-¡No te reunirás con nosotros! -exclama Alberto, agregando-: revolver y municiones quedan secuestrados en este acto por tus amigos. Te aguardan sucesos de enorme relevancia en el futuro inmediato. En ellos no sólo estarás involucrado, sino que serás el principal protagonista. No se puede interrumpir el curso natural de aconteceres importantes. Nadie muere ni puede dar por terminada su vida suicidándose antes de cumplir el objetivo para el que fue destinado desde el momento de la concepción en el seno materno. El tuyo está pendiente. Te queda un largo y dichoso camino que recorrer.
-Pero ustedes están afirmando una fantasía. De este ahora, donde no tengo relación con nadie, salvo el inmenso amor que me regala Mónica y que no merezco, en que la soledad es mi única compañía. El trabajo es un simple pasatiempo sin trascendencia del que no puede derivarse ningún futuro auspicioso. Por eso afirmo que lo dicho es una expresión de deseo de mis buenos amigos y nada más.
-Juan -dijo Alberto-, estamos autorizados para mostrarte una foto de un instante de tu futuro para que lo creas. Aquí está, mirala.
Juan tomo la fotografía que le mostraba Alberto y en ella aparecía rodeando con su brazo el hombro de la morocha de ojos verdes que siempre estaba presente acompañando su crónica tristeza con un pequeño en sus brazos.
-¿Quién es el niño en brazos de Mónica? -pregunta Juan.
-Tu hijo, mi querido amigo -apunta Alberto-. El pequeño que engendrará tu amada de ojos verdes.
-No puede ser -sostuvo Juan-. Mónica no desea tener hijos.
-Lo tendrá con vos, serás un gran escritor y te distinguirán con honores.
-Bueno muchachos, me convencieron. Hoy nace el nuevo Juan. Pelearé para que sus deseos se hagan realidad. ¡Festejemos por este regalo de esperanza y optimismo! -remarcó Juan.
Acto seguido se hizo de cuatro vasos y una botella de buen whisky para concretar el festejo prometido. Al regresar los sillones estaban vacíos. Fue un sueño, un maldito sueño. Me habré dormido en el sillón como siempre y en la siesta de rigor me sorprendieron mis queridos amigos que marcharon tan temprano y con los cuales me uniré sin más dilaciones, se dijo Juan a si mismo.
En un momento se dirigió al escritorio. El arma y las balas ya no estaban. Un papel firmado por Alberto le informaba que el revolver y las municiones habían sido secuestradas. Abrió el segundo cajón que lucía el mueble y en él se destacaba una foto en que se veía sonriente con el brazo rodeando a Mónica y un pequeño niño en sus brazos.
Juan tomó la fotografía, se recostó en el sillón del living y no dejó de mirarla hasta que se durmió profundamente. En el sueño sus tres amigos Alberto, Ricardo y Luis, sentados en tres cómodas nubes intensamente blancas, lo saludaban haciendo el gesto del abrazo, que traduce el cariño sin límites ni fronteras, el que se mantiene más allá de la muerte.

duda razonable

Mariela vivía con su compañero y el pequeño hijo de ambos en un milagro de tierra fértil en medio del desierto. El lugar le había permitido armarse una precaria vivienda con unas pocas chapas y, lo más importante, una austera granja donde media docena de gallinas, una vaca que cumplía su misión a pesar de los años y la alimentación escasa, y una huerta nutrida, siempre verde gracias al agua que le proveía el canalito que a fuerza de pico y pala había logrado hacer de un lánguido arroyo que pasaba a poco más de un kilómetro.
Trabajo desde temprano para Mariela, sin quejas hasta casi entrada la noche.
El lado gris de su vida era su compañero, Jorge, alcohólico crónico, violador y golpeador sin límites.
Mil veces Mariela fue a la comisaría del pueblo llena de golpes, con huesos quebrados, ultrajada, a denunciar el maltrato de Jorge. Ninguna respuesta, a más denuncias más tremenda era la agresión.
Una noche Jorge llegó pasado de borracho. Le pegó a Mariela hasta cansarse, la violó mal, terminando su tarea rompiéndole una botella de vino vacía en la cabeza.
Riéndose de semejante desatino se tiró en la cama y se durmió en un momento.
Mariela se dijo que era la última vez. Fue a la parte trasera de la casa, se aseguró que la escopeta de dos caños estuviera cargada, se acercó al cuerpo de Jorge, apoyó la escopeta en su cara y sin decir una palabra disparó. El rostro de su compañero se hizo mil pedazos que se desperdigaron por toda la vivienda.
Dejó la escopeta, tomó a su hijo y caminando fue hasta la comisaría del pueblo. Al llegar el agente de turno le preguntó que estaba haciendo por ahí a esa hora.
-El Jorge está muerto -dijo Mariela.
Nadie logró que explicara lo sucedido. Una comisión policial se acercó a su casa. Se encontraron con el cuerpo de Jorge tendido en la cama; su rostro había desaparecido.
En pocas horas llegaron al lugar el juez penal, el secretario, el defensor y el fiscal.
Todos sabían del permanente maltrato de Jorge, de la impotencia de no haber podido proteger a Mariela, de la negativa de ella negativa a dejar su huerta y sus animalitos, de sus inútiles denuncias siempre demasiado tarde, siempre demasiado lejos. Sabían del sadismo de Jorge.
El Juez le tomó declaración a Mariela en presencia del Fiscal y el Defensor; el secretario anotaría lo que ella dijera.
-¿Qué pasó, Mariela? -le preguntó el Juez.
-Usted sabe, señor, el Jorge me pegaba mucho, me hacía de todo, hasta le pegaba al chico. Esta noche con el golpe de la botella algo se rompió en mi cabeza y le pegué con la escopeta.
-¿Está segura, Mariela, de que fue así? -interrogó el Juez.
-Y...sí señor -contestó Mariela confundida.
-¿No será que al Jorge, jugando con la escopeta, se le escapó un tiro en la cara?
-Y...no sé -dijo Mariela titubeando.
-¿Usted estaba conciente m'hija?
-Más o menos, no veía bien por la sangre y el botellazo, me pegaba contra las chapas.
-Es decir que no estaba consciente.
-Y...creo que no.
-O sea que no puede asegurar certeramente que pasó.
-Y...no sé, señor. Realmente no sé, estaba muy golpeada, como ciega.
- El disparo pudo haber sido un accidente.
-No sé, señor.
Dirigiéndose al Fiscal el Juez dice:
-Yo creo, señor Fiscal, que existe una duda razonable sobre la autoría del hecho. Quizás el occiso pudo haber accionado el arma y sin darse cuenta apretó el disparador cuando los dos caños estaban sobre su cara.
-Me parece la hipótesis más adecuada -dijo inmutable el Fiscal.
-¿Y usted qué opina? -preguntó el Juez al Defensor.
-Coincido con Su Señoría y el señor Fiscal. Claramente estamos bajo un lamentable accidente.
-Bueno -dijo el Juez-. Ya escuchó, señor Secretario. Consigne en el acta que constituidos en el lugar del hecho el Juez actuante, el señor Fiscal y el Defensor, se comprobó la muerte de Jorge Gutiérrez a consecuencia de un hecho accidental al accionar el occiso, en estado de ebriedad, el disparador del arma larga que manipulaba a consecuencia de lo cual se produjeron heridas mortales en el rostro. No se necesitan fotos. Acá no hay delito alguno, ha sido una muerte accidental. ¿Va a presentar algún tipo de recurso la fiscalía?
-No, doctor. Esta fiscalía no presentará recurso alguno. Ha sido un lamentable accidente.
-¿Y la defensa?
-Absolutamente de acuerdo, doctor, fue una autoagresión accidental provocada -sin duda- por el estado de ebriedad del occiso traducida en su torpeza al manejar el arma.
Acto seguido, los funcionarios judiciales firmaron el acta y le informaron a Mariela que la justicia no pudo determinar que ella fuera autora de alguna acción reprochable mientras en la camioneta policial, guardando las formas de estilo, marcharon los restos del finadito Jorge rumbo a la autopsia y posterior entierro en el cementerio municipal.
Mariela siguió su vida con su hijo, espantó a cualquier hombre que quiso acercarse y su gris realidad se convirtió en un pasar laborioso y apacible.

derrumbe

El doctor Rodríguez era presidente de la Corte Superior de Justicia. Un funcionario judicial irreprochable, honesto, riguroso, estricto en el cumplimiento de la ley y los reglamentos vigentes. El trabajo debía estar estrictamente al día, sin duda esa era, de muchas, su máxima obsesión.
Sus inspecciones sorpresa eran habituales y sus sanciones en caso de detectarse un incumplimiento, de máxima gravedad. Los sumarios eran cosa de todos los días y las secuelas devastadoras.
Obviamente, el personal se cuidaba de no ser sorprendido con la labor atrasada sin que importara el esfuerzo para logarlo.
Mario se reía de la estrictez del doctor Rodríguez. Los expedientes que llegaban para la debida acusación o dictamen se acumulaban en su despacho, en el pasillo y hasta en el baño.
Siempre en otra cosa. Su vida era un gran chiste; la seriedad era una materia ausente en su vida y por supuesto el doctor Rodríguez y su obstinado reclamo de tener el trabajo al día eran materia de todo tipo de bromas, en cualquier tiempo y lugar.
Una mañana fue avisado en su casa particular que el doctor Rodríguez lo inspeccionaría en poco más de una hora.
Voló a su despacho, apenas podía pasar entre las pilas de expedientes. ¿Qué hacer? Allí recordó que la Defensoría había quedado vacante y que los dos armarios de ese despacho estaban vacíos. Pidió ayuda a dos empleados recién ingresantes y la totalidad de los cientos de trámites se apilaron en los salvadores armarios.
Buscó los candados que tornarían inviolables los muebles. Aunque trabajó con ahínco, sólo encontró uno y en el otro un grueso alambre doblado con maestría alcanzó a cumplir la misión de la traba faltante.
El despacho de Mario quedó impecable: sólo un par de expedientes y un par de libros ocupaban su escritorio.
El doctor Rodríguez ingresó al despacho de Mario, se sentó frente a él y la conversación se hizo amena. El tiempo voló. Conforme con las explicaciones del fiscal, el doctor Rodríguez procedía a retirarse en compañía de Mario cuando reparó en el despacho vacío de la Defensoría.
-Ya pronto tendremos a la nueva defensora -le dijo Rodríguez a Mario.
-¡Ah, qué bien! -añadió Mario apurando el paso.
El doctor Rodríguez se detuvo un momento frente al despacho, prendió la luz, comentó que había que limpiarlo y se dirigió hacia los armarios mientras Mario intentaba ponerse frente al magistrado para que no accediera a los mismos. Rodríguez lo eludió, acarició el candado que cerraba uno de ellos y dirigió una mirada curiosa al alambre que sujetaba el segundo. Se acercó, lo acarició como había hecho con el candado, mas no quedó satisfecho.
-¿Esto por qué está así? -preguntó a Mario.
-Realmente no sé. Tal como usted lo ve lo dejó la defensora que renunció - contestó Mario transpirando profusamente.
-¿Habrá algo? - preguntó Rodríguez dirigiéndose a Mario.
-No creo -dijo Mario al borde del desmayo-. La ex defensora era muy neurótica, siempre cerraba todo como si guardara un tesoro.
-Veremos -dijo Rodríguez sacando con fuerza el alambre.
Las dos hojas del armario se abrieron violentamente pegando en la cara de Rodríguez, mientras los expedientes -en un auténtico derrumbe-no dejan de caer sobre su humanidad y los secretarios intentaban ayudarlo.
-¡Doctor Juárez! ¡Doctor Mario Juárez, venga aquí y explíqueme!
Nadie más supo nada del doctor Mario Juárez. Lo vieron emprender una loca carrera cuando el doctor Rodríguez tiraba del alambre. Otro dijo que lo vio entrar en su casa y salir a los cinco minutos con un bolso, subir a su desvencijado automóvil y desaparecer en el desierto.
El sumario en ausencia o rebeldía culminó con la cesantía del rey del chiste. Sus bromas aún se hacen presentes en cualquier encuentro de la familia judicial.

un poco de paz

-¿Usted por qué me mira?
-Yo no lo miro.
-¡Sí me mira! ¿Le debo algo?
-Señor, le digo que no lo miro.
-Sí señor me estaba mirando. Lo mandaron a vigilarme.
-Sólo estaba pensando. Tengo muchos problemas.
-Está mintiendo. Usted me miraba insistentemente.
-Está delirando. Estoy tratando de encontrar un poco de paz.
-No es así. Me miraba tratando de provocarme. Seguro que es un sicario enviado por la loca de mi ex mujer.
-Cállese la boca por favor. Está diciendo tonterías. Paz, sólo quiero una pizca de paz, de silencio.
-Usted no quiere paz, usted me está persiguiendo.
-Señor, no sé quien es usted ni me interesa. Cierre su boca y no me haga enojar, no me altere o esto termina mal.
-Si no me miraba a mí miraba a mi novia. Se la quería levantar.
-No me interesa su novia. ¡No me gustan las mujeres!
-¡No mienta! Su mirada era toda impudicia y grosería cuando mi novia se levantó para comprar una revista.
-Usted es un loco para internar. No sabe lo que dice ni con quién se mete. ¡Le exijo mutismo absoluto, ni una palabra más, basta, stop!
-¡Qué mutismo absoluto! ¡Qué stop! Un mirón de cuarta no me va a hacer callar.
-¡Sí te vas a callar a partir de este mismo momento! ¡Es tu última oportunidad!
-¡Que última oportunidad! ¡Vos necesitás una buena paliza que te ponga en el justo lugar y eso es lo que vas a recibir!
Luego del agresivo discurso, el interpelante se abalanzó sobre el interpelado para concretar su violenta promesa. Con un pase de torero el interpelado hizo que el intemperante pasara de largo, al tiempo que su mano derecha volaba bajo el saco extrayendo un arma relevante. El sonido del disparo coincidió con el orificio sangrante que se dibujó entre los ojos del interpelante.
-Tenías razón, soy un sicario, pero hoy era mi día libre. ¡No hay caso! ¡Imposible conseguir una pizca de paz en este mundo violento y hostil!

sólo mis sueños

Cuando niño escuché a mi abuela comentar a mi madre que María, la vecina, había muerto de tristeza. La frase hizo nido en mi mente. No podía entender que alguien dejase este mundo por estar triste, por una pena.
A pesar de mi corta edad, mi curiosidad era enorme y así me enteré que María no había soportado la muerte repentina de su esposo Juan. Reconozco que la muerte de Juan también me había conmovido. Un tipo simpático, joven, lleno de vida, siempre en su bicicleta, de saludo fácil y mano generosa. Un día llegó en su bici transpirado, mucha fiebre, el médico dijo neumonía. En poco tiempo, Juan murió.
El alma de María se fue con él. No salió de la casa, se negó a comer, no se levantó más de la cama y a los veinte días falleció de tristeza según el médico, la chusma del barrio y el contundente diagnóstico de mi abuela.
Transcurrido el tiempo aprendí que la tristeza es la causa de la depresión y que la depresión algunas veces te mata cuando es intensa. Cuando el asunto es irremediable y no se puede reparar ni suplir, cuando te encuentra vulnerable, cuando se hace trizas el corazón, cuando la injusticia, cuando la opresión, cuando el desinterés, cuando nadie te piensa. Empieza silenciosamente, casi no te das cuenta.
Un día decidís no hacer la caminata diaria, al otro faltás con cualquier excusa al trabajo, el día siguiente postergás ese escrito impostergable, decidís no cenar, te vas a dormir apenas llegás del trabajo, no te reunís con los amigos, no llamás, te dejan de llamar, un par de mates es suficiente, te encerrás, no mirás televisión, el sol deja de brillar, el cielo siempre gris, las nubes, nada tiene sentido, no encontrás ni un por qué ni un para qué. Así, lenta pero inexorablemente, te vas dejando, abandonás cosas y personas y un día sin más te perdés. La vida no es fácil sin duda, pero para algunos se torna terrible, insoportable, intolerable, un tormento. El vacío invade todas las cosas, la soledad, el silencio.
Así me sucedió a mí, Oscar. No te lo puedo contar porque ya no hablo. Lo pienso mientras mis ojos seguramente tristes te miran y mis oídos escuchan tu voz que pregunta, las palabras de aliento que agradezco profundamente pero que ya no sirven; llegaron demasiado tarde, son -como decimos los abogados- extemporáneas.
Te llama la atención mi extrema delgadez, Oscar. Nada del otro mundo. No puedo comer. Al principio me llenaba enseguida y dejaba la mitad de lo que me habían servido. La omisión fue en aumento hasta que rechacé el más pequeño bocado. Ahí comenzaron con el suero, vitaminas inyectables, etcétera.
Ya no me levanté de la cama. ¿Que me pasó?, preguntás. Perdí interés, se fue la voluntad, no encontré motivos, se extraviaron los incentivos, pensé que ya había hecho todo, para qué seguir con la rutina, con el esfuerzo, si ya lo hecho era más que suficiente.
¿Si sufro? No, Oscar, para nada. Estoy bien. Quizás este asunto de vivir nunca fue para mi. ¿Te acordás de lo que dijo Woody Allen, que vivir no es para cualquiera? Bueno, tiene razón, vivir no es para mí ¿Si duermo bien? Espectacularmente, Oscar. Mis sueños son fantásticos, maravillosos, ellos sí valen la pena.
¿Qué es lo que deseo? Que se acabe el sufrimiento. Dejar este mundo hostil. Sólo mis sueños me acompañarán. Sólo mis sueños.

pasión

El secreto de existir es la pasión
el antojo, la ilusión, el sentimiento
y ser libre total, como es el viento
entregando el alma, el corazón

Ser partícipe esencial del transcurrir
hacer cosas, gozar, involucrarte
no quedarte, andar por todas partes
se destaque tu forma, tu sentir

Y dejar de ser espectador
es un mundo que espera por tu acción
siempre es buena y justa la ocasión
este día sin duda es el mejor

No mezquines esfuerzo en la partida
ya tu mano ofrece generoso
y comparte con el otro, sé dichoso
ya disfruta descuidado de la vida

sin dueño

Es preferible morir con honor que vivir con la vergüenza de un tirano dictando nuestros rumbos. (Subcomandante Marcos)

Mi vida no tiene dueños
soy titular de la acción
y pretendo la ilusión
de hacer verdad cada sueño

Sólo sigo mi intención
aunque acepto el buen consejo
atento escucho a los viejos
es experiencia y razón

Un poco de cada cosa
siempre la justa medida
hablar cuando se me pida
o descuidar a mi rosa

Ya soy libre como el viento
mil sendas que recorrer
y todo que puede ser
con ganas y sentimiento

emoción violenta

A veces en un lago de agua calma, una inesperada ráfaga de fuerte viento lo semeja a un mar bravío, furioso, incontrolable, impredecible. Un episodio de la naturaleza señalada ocurrió frente a mis narices. Una serie de hechos verdaderamente insólitos para el ámbito y la investidura de sus protagonistas.
En efecto, momentos antes del acontecimiento los jueces que integraban la Cámara de Apelaciones y yo, como secretario de la misma, subíamos la escalera que nos llevaba a la Sala de Audiencias donde se desarrollaría un juicio sobre homicidio calificado.
El doctor Carlos Pérez encabezaba la fila seguido de sus otros dos colegas, los doctores Migues Bustos y Darío Martínez. El doctor Pérez era titular de una estructura física voluminosa; los pantalones del traje siempre aparecían como pegados a sus piernas pues el grosor de las mismas era toda la comodidad que podía permitirse aun cuando usaba el talle más grande que se vendía en las sastrerías locales; los botones de su camisa eran una amenaza para el ojo de quien se sentara frente a él; las solapas del saco apenas cubrían los laterales de su estómago, mientras que una corbata extremadamente gruesa trataba de disimular el cuello de su camisa siempre desabrochado.
El doctor Martínez era el gran bromista de la justicia: siempre un chiste en los labios, siempre la carcajada irreverente al culminar la ocurrencia. Mis oídos podían escuchar la taquicardia del doctor Pérez pese a estar varios escalones más abajo. Me asomé para confirmar si estaba bien y lo ví enfrentar y tropezar con el último escalón cayendo contra el suelo sin lograr apoyar sus manos.
Las consecuencias fueron terribles. La cara del doctor Pérez pegó plena contra el suelo, la pierna derecha de su pantalón se descosió en toda su extensión, los botones de la camisa saltaron despedidos por la presión del abdomen del magistrado, el saco se descosió en toda su espalda.
El doctor Bustos y yo acudimos de inmediato en auxilio del doctor Pérez que yacía boca a bajo, como una ballena varada en la playa, intentando buscar una manera de erguirse pero todo su esfuerzo aparecía estéril. Con el doctor Bustos lo tomamos de los brazos e intentamos ponerlo de pie. Fracaso total, apenas despegó unos centímetros del suelo.
En el ínterin, mientras pedíamos que nos ayudaran, el doctor Martínez comenzó a gritar:
-¡El gordo se hizo mierda! ¡Que se jubile por obesidad o un día se va a matar o va a matar a otro si se le cae encima! -todo coronado con una estruendosa carcajada.
Bustos lo miró a Martínez con cara de pocos amigos, no obstante lo cual el bromista no cesó de remarcar aspectos graciosos de la situación.
Con la ayuda de dos fornidos empleados conseguimos levantar al doctor Pérez y sentarlo en el sillón de la sala de espera. Pérez respiraba con dificultad y en su cara se mezclaban los chichones del golpe en la frente, la sangre que manaba de la nariz y la tierra del suelo esparcida en su tez hinchada. El abdomen en libertad, por la falta de botones, mostraba rasguños varios, iguales que la regordeta pierna que aparecía plena al descoserse el pantalón.
Martínez, sin parar de reír puso una mano en el hombro de Pérez y, en plena cara, jocosamente le dijo:
-¡Gordo, sos un elefante, no podés moverte! ¡Dormís en cama reforzada! ¡Tu mujer se rajó por legítima defensa, tenía miedo de morir aplastada! ¡Jubilate, Gor...!
Allí, rugiendo como una fiera al tiempo de atacar, Pérez se levantó, tomó con la mano izquierda las solapas de Martínez y su enorme puño destruyó el rostro del bromista que cayó como una marioneta, sin una pizca de conciencia.
La falta de reacción de Martínez asustó a todos. Absolutamente inconciente. Apenas llegó el médico, pidió urgente un par de ambulancias. Trabajó sobre el tórax de Martínez, el cuello, puso algo en su nariz y allí el bromista comenzó a reaccionar.
Bajaron dos camillas, donde con dificultad los paramédicos lograron ubicar y ajustar a ambos jueces. Martínez bajó primero, un estudio neurológico urgente lo imponía.
Al pasar al lado de la cara de Pérez, con la risa que le permitía su rostro destruido le gritó:
-¡Chau, gordo, cuidate! ¡Te falta sentido del humor, gordo! ¡Ah! ¡Lo del miedo de tu ex mujer me lo dijo ella anoche cuando estábamos haciendo el amor! ¡Es insaciable la flaca! ¡Insaciable!

sin límites

Juan se despertó con una franca sonrisa. Se levantó de un salto, abrió las ventanas y un cielo celeste sin nubes coincidió con su estado de ánimo.
Se miró al espejo en voz alta y se dijo "Feliz cumple, Juan, hoy será un gran día". Se afeitó con cuidado, se duchó disfrutando de la lluvia tibia, se secó, eligió la mejor ropa deportiva que tenía y satisfecho con su apariencia salió de su casa, se subió al auto recién comprado y puso rumbo al aeropuerto.
Hoy, después de dos semanas de nostálgica espera, su esposa Graciela y su hijo Miguel, de apenas seis años, retornaban de la corta visita a la familia de su mujer que residía en Madrid.
El auto se llenó de música romántica tarareada por Juan. Llegando a la estación aérea apreció un movimiento inusual que en un primer momento le pareció curioso y que empezó a preocuparlo. Un cordón policial no dejaba estacionar hasta quinientos metros antes de llegar al aeropuerto.
La ansiedad se instaló en el ánimo de Juan. A la distancia podía apreciar una columna de humo, a medida que se acercaba a la estación aérea los malos pensamientos se acrecentaban. Al llegar, el presagio pesimista se transformó en una amarga realidad. El avión Madrid - Buenos Aires, por motivos ignorados se había estrellado a pocos metros de la pista de aterrizaje. No había sobrevivientes.
A partir de ese día Juan dejó de ser. No podría resignarse nunca a la terminante
ausencia de su esposa Graciela y su hijo Miguel. Se olvidó del trabajo, los amigos, la familia, los paseos. Todo el día junto a las tumbas de Graciela y Miguel. En una semana había envejecido, dejó de hablar y los ojos rojos indicaban que el llanto no lo abandonaba.
Tuvo una leve mejoría al décimo día, cuando empezó a soñar con ellos. Paseaba de la mano con Graciela por la plaza de siempre, mientras Miguel se encargaba de un inmenso paquete de pochoclos, la calesita, las primeras gambetas del mocoso, una maravilla.
Por la mañana, la dura realidad lo llevaba al llanto a la depresión. Con barba de varios días, sin bañarse, compraba toneladas de flores con las que llenaba el frío mármol de las tumbas de su esposa e hijos. Junto a ellas permanecía hasta el anochecer.
Cuando volvía a la casa, se metía vestido en la cama y apuraba el sueño que compartía con Graciela, Miguel y los lugares donde el amor de ese trío fantástico había sido ilusión y verdad.
Paulatinamente, sus sueños pasaron a ser el espacio de tiempo diario de mayor trascendencia en la vida de Juan. Decididamente no soportaba más la diaria realidad.
Una noche, antes de que el sueño se desvaneciera, les planteó su deseo de acompañarlos, de marchar con ellos. Gloria y Miguel prometieron que lo consultarían con las autoridades del mundo de las almas nobles.
Pasaron varios sueños y la respuesta de Gloria y Miguel siempre era igual: que no tenían noticias, que no les habían contestado el reclamo.
Una noche, su esposa y su hijo llegaron a su fantasía con una sonrisa.
- Te aceptaron -le dijo Graciela a Juan-, nos están esperando.
Juan, emocionado, abrazó a su esposa e hijo.
-¿Y cómo llegaré al paraíso? ¿Cómo accederé al mundo de las almas nobles?
-Te acompañaremos. Partiremos desde la ventana del living. Volando llegaremos al destino final.
Acto seguido se toman de la mano. Juan en el medio, a la diestra Graciela, a la izquierda Miguel. Desde la vereda que enfrentaba la casa de Juan, un vecino lo vió parado en
la ventana y comenzó a gritar:
-¡No te tires, Juan! ¡No te tires!
Pero Juan no escuchaba nada. Estaba fuertemente tomado de las manos de Graciela y de Miguel.
-¡A volar! -exclamaron Graciela y Miguel.
-¡A volar! -gritó Juan.
Y se lanzaron.
El vecino jura y rejura que Juan se arrojó, pero que en lugar de caer comenzó a volar; lo siguió con la mirada hasta que se perdió mezclándose entre las estrellas.
Juan, desde ese momento, fue ausencia. Nada se supo de él, se desvaneció de manera inexplicable para la razón.
En el mismo momento en que por televisión un especialista en fenómenos incomprensibles se explayaba sobre Juan y su misteriosa experiencia, en algún lugar del mundo de las almas nobles, sobre un verde césped, bajo un techo de cielo intensamente celeste, con un lago manso rodeado de montañas plena de pinos, el trío invencible festejaba el milagro de estar juntos, el glorioso triunfo del amor sin límites.

vida de sueños

El lago manso, el sol que pega insolente en la montaña, celeste cielo, mañana de primavera, satisfacción y toda la sonrisa. Raúl disfrutaba plenamente del privilegio de vivir justo en el paraíso, ese lugar único en el mundo, con ríos bulliciosos, cristalinos, inquietos, vitales. Gente amable, silencio, ausencia de tensión, su refugio, el lugar indicado para dibujar las fantásticas historias que decían sus novelas, siempre exitosas, siempre escasas, siempre atragantes.
Amaba escribir. Era protagonista de cada uno de sus relatos; al tiempo de enfrentarse con la blanca hoja ya tenía reservado un personaje, nunca era un extraño en ninguna de sus obras, su piel y su mente estaban allí, en la novela, todas sus intensas vivencias, desde la pasión más atrevida hasta la ilusión más pretenciosa.
Eso era Raúl, un gran escritor que había triunfado casi sin darse cuenta, naturalmente.
A su lado Mariana, la bella compañera de cada momento, dotada del don de pintar cuadros gloriosos, llenos de luz, una fiesta de colores y belleza que se hacían realidad por el inquieto pincel que en sus manos se transformaba en pura magia.
Este maravilloso pasar de Raúl se hacía trizas cuando el irreverente sonido del despertador lo sacaba de sus sueños y lo traía a esa realidad de mañanas apuradas, de expedientes, de tribunales, de lidiar con clientes. La mente siempre ocupada en mil problemas y un pedacito pequeño de realidad para entregarse a su berretín de escritor.
Algún verso con el desayuno o un cuento escrito entre audiencia y audiencia y la pretenciosa novela a la que cada noche antes de dormir le dedicaba una pizca de su tiempo.
Mariana esperaba ansiosa el momento de los sueños. Allí se encontraba con su amado compañero, Raúl, y con su inalienable pasión por la pintura. Artista relevante, sus cuadros se vendían antes de ser exhibidos a un precio estupendo. Como Raúl, había llegado al éxito casi jugando, sin proponérselo. Toda su vida estuvo rodeada de pastas, pinturas y pinceles. Cuadros espléndidos se hacían realidad por la habilidad creadora de Mariana. Era una mujer plena y feliz.
Su vida era perfecta hasta que la luz que penetraba por el amplio ventanal de su dormitorio le anunciaba un nuevo día. Con esfuerzo se duchaba, desayunaba y ponía rumbo a la farmacia donde pasaba su rutinaria vida. Siguiendo la profesión de su padre, al que admiraba, había obtenido el título de farmacéutica y bioquímica, relegando su pasión por la pintura. El pincel la tela y las pinturas tenían su lugarcito en un pequeño recinto del negocio y, por supuesto, en una de las habitaciones de su casa donde cada noche, antes de mezclarse entre las sábanas, despuntaba el vicio pintando una partecita del que sería sin duda el cuadro que haría furor cuando lo concluyera. Las galerías de arte se pelearían por él.
Un jueves por la tarde, con la farmacia a pleno, casi llegando la hora del cierre, Raúl entra al negocio y pide unas aspirinas.
-¿Qué te pasa, Raúl? Aquí tenés las aspirinas -dijo Mariana.
-Nada, Mariana, sólo un dolor de cabeza -contestó Raúl.
-¡Raúl! -exclamó Mariana.
-¡Mariana! ¿Qué hacés acá? -interrogó sorprendido, excitado, desencajado Raúl.
-Trabajo acá, es mi negocio... -alcanzó a murmurar Mariana mientras un mareo intenso la hacía tambalear.
-Tranquila, Mariana, tranquila -atinó a decir Raúl-, esto suele suceder.
-¿Qué suele suceder?¡Me estoy volviendo loca!¡Vos sos una ilusión, una travesura de mi mente enferma!
-No, Mariana. Soy real, soy Raúl, tu Raúl.
-Mirá -dijo Mariana mientras se sacaba el guardapolvo y tomaba su saco y la cartera-vamos a charlar al bar de la esquina.
-Vamos, asintió Raúl.
Saliendo de la farmacia, Raúl rodeó con su brazo la cintura de Mariana que respondió con una sonrisa cómplice. Obviaron el bar.
No hubo ninguna explicación, sólo un cruce de miradas de compinches traviesos, un beso intenso, sin prejuicios, las manos enlazadas mientras sus pasos ponían rumbo a esa gloriosa vida de ilusión que noche a noche a noche habían forjado en sus sueños.

de dos en dos

-Ya no me importan las consecuencias. Tengo que decirte lo que pienso o voy a morir de un ataque. Sos un mal tipo, Juan.
-¡Cómo me vas a decir eso!
-Porque es cierto. Tu placer es causar daño. Tu objetivo, que el otro se sienta mal.
-No es así. Yo soy el jefe y me limito a procurar que cada uno de los trabajadores cumpla con su rol, que no pierda el tiempo en tonterías. Mi único interés es la empresa y su éxito en el mercado.
-No, Juan. Sos un turro. Te divertís mortificando a la gente, sancionándola sin motivo, apercibiéndola por pavadas, dejándola sin trabajo, en la calle, sin posibilidades.
-Estás loco. Vos sabés de mi sacrificio diario, de la dedicación que pongo en el fiel cumplimiento de las tareas, de mi respeto al personal.
-No tenés vergüenza, Juan. A vos no te calienta el laburo. Todo el tiempo boludeando. Tu mayor esfuerzo es mandar que otro acomode la pila de trámites atrasados que no resolvés.
-Eso es porque mis actividades extraordinarias me superan. Ocupan casi todo mi tiempo. La investigación y el perfeccionamiento son esenciales para el desarrollo de la firma.
-Mentís, Juan, mentís. Tu perfeccionamiento no le interesa a nadie ni sirve para nada. No tenés idea de lo que hacés. Jodés, sólo jodés. A todos. Desde el director general hasta la señora que sirve el café. Todos somos víctimas de tu inútil verborragia. Esa catarata de palabras y argumentos sin sentido ni fundamento.
-Lo que estás diciendo es una infamia y tendrá graves consecuencias.
-Eso. Sos un infame. Humillás a todos, faltás el respeto, investigás intimidades, vidas privadas, intentás encontrar ese dato que te permita ridiculizar, burlarte de tu ocasional víctima. Como buen cobarde utilizás la amenaza y el temor para conseguir que el otro se someta, se subordine a tus delirios.
-Decididamente esto no puede quedar así. Exijo una rectificación, un arrepentimiento. Son injurias de extrema gravedad.
-Injurias que justificarían el despido ¿No, Juan? ¡Qué placer sentís al pronunciar tus sentencias: apercibimiento, suspensión, despido! Sos un idiota. Creés que el poder pasa por el castigo. No, Juan, el poder pasa por el reconocimiento, por la admiración, por el ejemplo. Vos jamás tendrás poder. Es un atributo imposible según tu esencia.
-Te ruego que te calles o esto terminará mal.
-¿Que me vas hacer echar? No te preocupes, esta organización se convirtió en un verdadero caos gracias a vos y los superiores que te avalaron. El primero de mayo me voy, renuncio, me jubilo y sólo serás un mal recuerdo
-Veremos qué opinan los directores empresarios -advirtió Juan.
-Opinan que estás loco. ¿No te notificaste de la junta psiquiátrica que te fijaron para el lunes próximo? -señaló Jorge.
-Eso es una mentira, estás inventando -aulló Juan.
-Andá a la oficina de notificaciones -lo invitó Jorge.
Con el gesto adusto, Juan corre a la oficina de notificaciones donde le hacen saber de la junta psiquiátrica que le había anunciado Jorge. Sosteniendo el citatorio con la mano quebrada, Juan vuelve a la oficina de Jorge y con vos aflautada grita:
-¡Es un control de rutina! ¡Un tonto control de rutina!
-No es mi problema. Como te dije, el primero de mayo -este viernes- me jubilo y no te veré ni escucharé más tus gansadas. El desatino será pasado.
El viernes un par de empleadas de Jorge lo ayudaron a llevarse las pocas cosas que vestían la oficina, saludó y se liberó del sicópata de Juan. Juan fue a la junta psiquiátrica el lunes. Comprobada su incapacidad mental, el directorio de empresas le prohibió asistir al trabajo hasta que se decidiera en definitiva.
Jorge enriqueció su merecida jubilación dedicando todo el tiempo libre a ejercer su berretín de escritor. Juan aparece de vez en cuando por la oficina y asegura que cuando el directorio se convenza de que su presencia es imprescindible para que la empresa retorne al orden y al trabajo, acudirán a él y estará de vuelta. Que la suspensión es un error, que se siente de maravillas, que está listo para hacerse cargo de los negocios pendientes, que su genialidad no puede desperdiciarse, que…
A Juan lo internaron en un psiquiátrico privado. La familia lo visita de dos en dos, de vez en vez y de seis a siete.

el vivo vive del tonto

El vivo vive del tonto
el tonto de su trabajo
su nido siempre es abajo
es realidad que confronto

Parece que es distinción
la viveza natural
ese canchero puntual
siempre atento a la ocasión

Ya no genera dinero
trabajar de sol a sol
no se consigue charol
laborando con esmero

El piola llega al poder
no importa las circunstancias
carece de relevancia
que apenas sepa leer

sobre la tristeza

-No se preocupe no es nada importante, solo un poco de tristeza. Pasará –dijo el doctor González.
-No existen las simples tristezas y menos en mi caso –dije-. Mi tristeza tiene sólidos fundamentos. Es la quiebra vital, el sueño de juventud frustrado, hundido hasta lo más profundo del negro pozo. No, las tristezas como la mía no son simples. Son complejas, abrumadoras, letales, irremediables, fatales. No se vuelve de esta tristeza. No tiene remedio. Nada la resuelve, la modifica o la transforma. Es entrañable, profunda, intensa. No abandona nunca; todos los instantes la encuentran vigente. Por la mañana, al almorzar, al tiempo del rezar y cerrar los ojos pidiendo una pizca de paz en el sueño y al despertar. Es silencio ensordecedor. Sin llamadas ni recuerdos. Nadie te piensa, no sabes si los demás murieron o si el que murió fuiste vos. En tardes de domingo llega a doler. Aquí. Justo en el pecho y buscas la cama que nuca aparece blanda ni tibia. Siempre la frialdad de las morgues, de los hospitales, de la ausencia. ¡Ay, doctor González! Qué suerte que tiene usted. Nada sabe de abandonos, de pérdidas absolutas, de desamor para toda la vida, de marginación afectiva. Yo podría escribir un tratado sobre la materia. La amargura y el agobio son sólo secuelas de la tristeza. Por eso, doctor González, mi tristeza no es una simple tristeza. Es la tristeza. Es mi tristeza. Con hijos pero sin hijos, con familia pero sin ella, con amigos muertos, con traiciones que solo se creen porque ví los nombres de los infieles escritos en un expediente, con reveses de un instante luego de treinta años de trabajo consecuente. No, doctor González. Mi tristeza no es una simple tristeza. Es la noche más oscura, sin estrellas, sin luces ni fuego, ni el lucero que me oriente. Es la encrucijada sin caminos, es la selva sin senderos, es el bosque denso y frío, desorientado, perdido, sin referencias. Por eso, doctor González, porque cada día su presencia nubla las más bellas jornadas, por eso pelearé con fuerzas cada instante del resto de mi vida para que no termine vencedora, para que acabe indudablemente derrotada y para ello seguiré predicando la importancia de los valores, del amor, del trabajo honesto, de que el otro sepa que tiene mi mano, que intentaré irme de este mundo dejando una huella que demuestre que mi acción no ha sido en vano, que logré dejar algo bueno, que lo he mejorado, aunque sea un poquito. Por eso, doctor González, la tristeza, aunque no sea simple, aunque no pase, es un detalle que en última instancia se transforma en desafío, en el gran contrincante a abatir. Así, cuando finalmente lo consiga, cuando la sonrisa vuelva a mi cara, cuando mi gesto adusto se relaje sabré que habré triunfado, que los días dejaran de ser grises para lucirse celestes y plenos de sol, que los verdes ojos de María volverán a brillar y sus labios suaves visitarán los míos, mis manos recorrerán su piel, mientras los leños del hogar entibiarán el ambiente, mi alma sentirá la satisfacción de haber ganado la contienda.
-Y si usted vence, ¿qué sucederá con la tristeza, señor Pérez?
-La tristeza, doctor González, como dicen los que saben, encontrará refugio en la letra de un tango, pleno de farol y empedrado. Así, alguna noche la encontrará, densa y nostálgica, en el decir de un romántico poeta.

buenas noches

Y me acerco a abrigarte cuidadoso
una vez y tantas otras veces
ya das vueltas y vueltas, te adormeces
llega el sueño feliz, luces dichoso

Y de lado colocas la carita
en tu boca dibuja una sonrisa
picardía, estalla en franca risa
ese duende travieso te visita

Volarás de su mano a las estrellas
un descanso en la punta de la luna
el lucero y toda la fortuna
de encontrar brillante a la más bella

Y los magos, los ciervos y su coche
ya te llevan a pasear, toda alegría
y mañana me dirás, llegado el día
que descanses mi niño, buenas noches

de puentes y vías

Cuatro cosas hay que nunca vuelven más: una bala disparada,
una palabra hablada, un tiempo pasado y una ocasión
desaprovechada.
(Proverbio árabe)
El puente sobre las vías
a pocas cuadras mi hogar
y esas ganas de llorar
de tarde, mientras llovía

El barrio donde crecí
berretín de recordar
jamás habré de olvidar
es pedacito de mí

Busqué sin suerte mi casa
montón de escombros, vacío
un gran terreno baldío
y este dolor que no pasa

Jamás lograré entender
allí vivieron mis viejos
nada quedó, yo tan lejos
es lamento y padecer

¿qué hago con mis sueños?

Ilusiones postergadas. Apetencias guardadas en el arcón. Mil excusas. Siempre un pero. ¿Temor? ¿Desidia? ¿Falta de atrevimiento?
Esa playa inmensa, el mar sereno, celeste cielo sin nubes, andar descuidado, lejos de penas y obligaciones, cerca del placer, del sosiego, de la caricia sin precio. Casa pequeña, cálida, amplio ventanal, sillones, música suave, el aroma a rosa en todos los ambientes, la tibieza, la seda de una piel, labios suaves el milagro de un beso. Sorprendente arroyo de aguas susurrantes golpeando suavemente las piedras.
El remanso. La paz. Mi sueño, el sueño, ya es tiempo. Allá voy.
Pueblo junto al Atlántico, casas blancas, árboles verdes inmensos, todos los aromas. Una construcción con ladrillos a la vista y amplio ventanal llama mi atención. Precio razonable, rodeada de álamos y rosas al frente, verde césped, una pequeña parrilla, basta para mí.
La voy vistiendo de a poco, se va convirtiendo en un confortable refugio. De las dos habitaciones, una toma destino de escritorio: compu, libros, cuadernos de trabajo, la página blanca siempre reclamando. El mar ahí nomás. Media cuadra. Disfruto con su sonido por las noches. Allí está, lleno de vida, reclamante.
La soledad, punto en contra.
La nostalgia, tanto pasado que recordar, una vida intensa sin claros, sin pausas. El último tercio me sorprendió solo, me descuidé, esas cosas. Siempre pensé que un otro no se busca. Se encuentra, aparece, llega sin aviso ni invitación. Un día cualquiera se hace presente en la vida y comienzan a andarla juntos.
En el pueblo descubrí un acogedor restaurante. Infaltable al mediodía y todas las noches hasta muy tarde, conociendo gente, haciendo amigos. Esa noche estaba hambriento, pensaba en una buena paella con un vino blanco seco, bien frío.
Al llegar me recibió el local vacío. Demasiada ansiedad, impaciencia por saborear un plato exquisito. Estaba haciendo mi pedido cuando entró al local una dama bella, realmente bella, cabello negro, ojos verdes como mi querido mar, ropa informal.
Preguntó por algún lugar para pasar la noche. El dueño del restaurante le recomendó el único hotel del pueblo. Comenzó a buscar una mesa con la mirada. Aposté todas las fichas y la invité a cenar, a que se sentara a mi mesa.
Me miró con picardía y aceptó. Reclamé al mozo que la paella fuera para dos. Comimos con avidez en silencio. El buen vino fue soltando el decir y nos charlamos todo. Me contó de su vida solitaria en el sur, de su profesión de abogada, del hartazgo por el Derecho, los clientes y las obligaciones, la ilusión de encontrar un lugar tranquilo junto al mar.
Entusiasmo. Lo que el médico me había recetado. Decidí actuar con prudencia. Venía muy golpeado por frustraciones amorosas de todo tipo. La acompañé hasta el hotel, esperé que se registrara. Quedamos en encontrarnos a la mañana siguiente. Pasear por la inmensa playa, recorrer el muelle.
Llegué a la hora fijada. Ella esperaba ansiosa. Su austero pantalón y el generoso escote de su blusa mostraban a una mujer espléndida de piernas largas, piel de seda, labios de miel.
Caminamos toda la mañana, retornamos al pueblo con apetito. Una entrada de rabas y un lenguado con el vino blanco de siempre. Durante la comida su mano se posó suavemente sobre la mía. Agradeció la hospitalidad, agregó que se ubicaría en alguna de las blancas casitas del lugar. La invité a tomar algo y aceptó.
Fana del Nano Serrat, la complací. Pidió una copa de algo fuerte, serví dos vasos de buen whisky con hielo. Se acercó a mi lado, sus labios buscaron los míos, el contacto de su piel me estremeció, el amor se hizo presente. Por la tarde fuimos hasta el puerto, el cielo de fuego indicaba que las sombras de la noche eran el próximo paso. Luna llena, mil estrellas, mi brazo rodeando su cintura inexistente, abrazados hicimos el camino de vuelta a casa.
A la mañana siguiente no la encontré en la cama. Un agradable aroma a café llegaba de la cocina. Espléndido desayuno, charla amena, anécdotas y risas. ¡Quédate conmigo, al menos un par de días, y después decides! Aceptó.
De esto hace ya un par de años. Agradecemos cada día este milagro de amor. Como dije, al otro no se lo busca. Aparece un día, sin aviso ni invitación. Lado a lado la soledad se hace olvido y la vida se torna una dichosa aventura.

vamos a casa

Juan tenía los ojos en el café que le habían servido hacía media hora. Miraba sin ver, una sensación de inmensa angustia lo abrumaba. Se negaba a volver a su casa llena de vacío y silencio. La vida le había dado múltiples oportunidades para transitarla con la tibieza que sólo otorga el cariño de una compañera de camino, pero una a una las dejó pasar. Hoy era un solterón triste y solitario.
En eso estaban sus pensamientos cuando una voz ronca y cansada le dijo:
-Señor, la señorita de la mesa siete me dijo si por favor se le podía acercar.
-Gracias -dijo Juan-. ¿Cuál es la mesa siete?
-La que está contra la ventana señor -apuntó el mozo.
-Gracias nuevamente -añadió Juan, mientras su mirada se fijaba en la dama en cuestión.
Una mujer de unos treinta y tantos años, de cabellos negros, ojos perdidos y un trajecito gris era todo lo que podía apreciar. No la reconocía. Se acercó intrigado y le dijo:
-Hola, señorita. ¿En qué puedo servirla? -inquirió Juan.
-¡Vamos, Juan, dejate de pavadas y sentate! -expresó con suave autoritarismo la hermosa dama.
-Perdón, pero...
-¡Pero nada! ¡Sentate, Juan! ¡Escuchame, por favor! -continuó la extraña.
-Yo no...
-Esperá, Juan, esperá. Dejame hablar. Quería decirte que me equivoqué ¡Fui una tonta!, ¡Una decisión equivocada! -aseguró la desconocida.
-¿Qué equi....?
-¡Si, la decisión de una estúpida! ¡De una ingrata! Jamás debí dejarte. No sé en que estaba pensando. Pero acepto que nuestro matrimonio no debió romperse por un capricho adolescente -dijo con convicción la bella señora.
-¡Qué matrimonio! -logro exclamar Juan con rapidez.
-Nuestro maravilloso matrimonio. Esa unión que nos juramos para toda la vida, que vos te encargaste de alimentar con tu cariño y yo no supe corresponder. Soy una malvada. Sí. Yo, María, soy una mujer despreciable por el dolor que te causé.
Mientras María hablaba, Juan la miraba entre sorprendido y curioso. ¿Quién era esa bella mujer? ¿Qué pretendía de él la dama de ojos celestes como el cielo, de agradable apariencia, de un cuerpo que insinuaba apetecible, de labios que invitaban al beso?
-Y...
-Sí, Juan, no merezco perdón. Imagino tu desesperación cuando despertaste y no me encontraste a tu lado. Habrás bajado corriendo la escalera, buscado en el baño, el comedor, todo sin éxito. María, la loca de María, se había marchado.
-Y sí. Loca. Sí. -murmuró Juan.
-Gritalo, Juan. María, la loca. La que te abandonó sin causa ni piedad. Sólo un instante de inmenso desatino puede justificarlo.
-Bueno, no es para tanto -afirmó Juan, a quien María le parecía cada vez más agradable.
-Sucede, Juan, que sos un muy buen tipo y los buenos tipos siempre son abusados. ¡Yo abusé de vos, Juan! ¡Esta pirada abusó de vos!
-No fue así, aunque no sería una mala idea -agregó Juan con una sonrisa.
-No entiendo, Juan -dijo María.
-Yo tampoco pero no importa, seguí con tus argumentos.
-Mirá, Juan, dejé todo para volver con vos. Desde aquí, todo lo anterior es pasado, olvido. Estaremos juntos sin peros ni reproches. Te compensaré ampliamente mi deslealtad.
Los pensamientos de Juan se tropezaban. Por un lado pensaba que no podía seguir con la fantasía, pero por otro su intolerable soledad, la belleza de María y su entusiasmo, lo instaban a hacerse compinche de ese decir desatinado pero pleno de amor que aparecía sincero.
-Mirá, María. Esto no es como vos lo planteás, pero me parecés una mujer agradable, entusiasta, y tus ojos celestes como el cielo, entre mil detalles, te hacen una dama relevante y me impiden rotundamente que le haga caso a cualquier razón que me aleje de vos.
-¡Entonces me perdonás, Juan!
-No tengo nada que perdonarte, María.
-¡Siempre dije que eras el hombre más bueno del mundo! ¡Vamos a casa, querido!
-Vamos a casa, María.

ojos verdes

He conocido infinidad de actores y sé que todos son muy supersticiosos, pero ninguno como Marcelo Fermín Ordoñez. La manía se había instalado en él desde pequeño. Así, siendo un niño se negaba a ir a la escuela si no le daba tres besos en la mejilla a su madre; la leche la bebía sujetando el vaso con la mano izquierda, no obstante ser diestro, y en exactamente cinco tragos. Las dos caricias al lomo del gato eran de rigor como así también salir de la casa con el pie izquierdo.
En la adolescencia, se encerraba los días jueves. Era el justo medio y no llevaría a ningún lado la mala suerte que ello determinaba. Antes de emprender cualquier actividad daba cinco vueltas a la manzana y su cabeza debía lucir siempre prolijamente rapada. En su juventud, a causa de la superstición, cada mañana, fuera verano o invierno, colocaba sus pies en un recipiente con agua helada durante cinco minutos. Sus camisas siempre eran blancas; el cabello peinado con fijador cambiando cada jornada la ubicación de la raya: hoy del lado derecho mañana le tocaba al izquierdo.
Cuando decidió enfrentar su vocación de actor en forma profesional, los ritos se hicieron múltiples y sofisticados. Dar cinco vueltas a la manzana donde estaba ubicado el teatro antes de ingresar al mismo, su camarín debía estar pintado íntegramente de color verde claro, esperanza y suerte; los espejos y maquillajes se ubicaban en el lateral derecho, orientado hacia el este, lo que lo alejaba de cualquier desgracia.
Además, bajo el vestuario de ocasión se colocaba una remera granate que lo acompañaba desde su primera función y le había asegurado una trayectoria plagada de triunfos. Antes de salir a escena comía un pequeño bocado de queso gruyere con medio vaso de Newen, un vino patagónico que le sirvieron en medio de una gira por el sur que venía desastrosa y que partir de ese momento se transformó en extraordinaria.
Antes de salir del camarín se sentaba en el suelo con las rodillas cruzadas y para sí recitaba un incomprensible trabalenguas de la abundancia, que le había enseñado un chamán en Machu Pichu.
Previo a acceder al escenario, tres besos en la mejilla de la secretaria le garantizaban los aplausos que premiarían su actuación.
Todos sus ritos y cábalas tenían para Marcelo enorme importancia ya que le otorgaban la fe necesaria para enfrentar al público con firmeza, sin temores, desarrollando y culminando su labor exitosamente. De todos modos, no eran determinantes como para llegar a interrumpir una función; esta se llevaba a cabo aun habiendo olvidado la camiseta granate o sin los besos a su secretaria.
No obstante, todos esos ritos carecían de relevancia si la butaca siete de la primera fila no estaba ocupada cada noche por su amada esposa Julia. Ella era la esencia de su seguridad, de su fuerza, del pleno desarrollo en el escenario de su formidable talento de actor.
En cada función, su mirada buscaba los verdes ojos de Julia, su sonrisa, su gesto de apoyo, de aprobación. Al culminar la obra, al tiempo del saludo de agradecimiento y despedida, Marcelo le arrojaba a Julia un ramo de rosas rojas en muestra de su inmenso amor y de gratitud por su presencia. Julia, el gran amor de su vida.
Hoy, después de treinta y tantos años de matrimonio y una hija de veinte años llamada Silvia (vivo retrato de Julia en su juventud), seguía queriéndola como un adolescente. La cena íntima después del teatro era la gran fiesta cotidiana. Los dos solos, en el mismo restaurante de siempre, de tenue luz, en ese rincón del local convertido en perpetuo refugio de los amantes.
Para Julia, la actuación de Marcelo siempre había sido perfecta, genial, suprema demostración de un talento sin duda incomparable.
A Marcelo le daban gusto los elogios de Julia. No leía las críticas a su trabajo. Si Julia decía que su actuación había sido espléndida, eso era todo lo que necesitaba saber. Una noche, caminando hacia el restaurante, Julia se desvaneció. La llevaron al hospital, donde luego de una serie de estudios quedó internada para lograr un diagnóstico preciso.
Durante toda la semana que Julia estuvo reponiéndose, las funciones se suspendieron por primera vez. Marcelo no podía actuar sin su presencia. No era una mera superstición: era el enorme amor que los unía y que lo determinó a cuidarla celosamente hasta que le dieron el alta.
A pesar de su precaria salud, Julia siguió asistiendo al teatro. Cada noche, todas las noches. Así hasta que los médicos se lo prohibieron. Debía limitar las salidas, hacer reposo, evitar excesos.
Julia fue desmejorando rápidamente. Marcelo siguió actuando. Necesitaba el dinero para hacer frente a los gastos del tratamiento de Julia. No obstante los mil cuidados, el desenlace fatal apareció inevitable.
Casi en el final, Julia le hizo prometer a Marcelo que seguiría actuando aunque ella ya no estuviera. Sería un homenaje a tantos años de entrañable amor. Una fría madrugada de un triste invierno, Julia murió y con ella el alma de Marcelo.
Siguió actuando como se lo había prometido a Julia pero había perdido las fuerzas.
Se lo comentó a Silvia, le señaló que a pesar de intentarlo no podía brindar más de lo que tenía. Y desde que Julia se había marchado su interior estaba vacío, no tenía nada para dar. Continuó a pesar de todo, pero su corazón estaba hecho trizas. Presentía que todo acabaría pronto. Su fin sería sobre el escenario.
Una noche salió hacer su trabajo; como siempre, su mirada se dirigió a la séptima butaca de la primera fila. Allí se encontró con unos ojos verdes brillantes, llenos de vida, una sonrisa franca y un gesto de apoyo. Se conmovió, su corazón se puso a mil, casi cae, lo sostuvieron. Volvió a mirar y con alegría reconoció a su hija Silvia que lo saludaba.
A partir de ese momento Marcelo volvió al éxito. El talentoso actor se había recuperado y retornaba con todas las ganas, con todas las fuerzas.
Como su madre, cada noche, todas las noches, Silvia acompañó a su padre desde la butaca siete de la primera fila.