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seme fiel y cuidame al perro

El matrimonio de Jorge y Susana fue celebrado -como se dice- con todos los chiches. Jorge tenía un buen trabajo, lejos de la gran ciudad, en una importante empresa dedicada a la actividad minera; Susana había sido contratado para un cargo de maestra titular en la escuela del pueblo. Una maravilla. Se amaron intensamente durante los dos primeros años de unión conyugal, aunque a pesar de que lo intentaban día a día, hasta quedar exhaustos, ese primer hijo tan deseado no llegaba.
Decidieron efectuar una consulta médica en la ciudad capital de la provincia para tratar de hallar el motivo del fracaso. No solamente consultaron al médico elegido en un primer momento sino a casi todos los profesionales de la especialidad que atendían en la gran urbe local, accediendo incluso a un par de eminentes doctores de la ciudad de Buenos Aires, concretando la pareja hasta el estudio más impensado.
El resultado fue decepcionante, abrumador y terminante. Jorge padecía de un tumor maligno que impedía absolutamente la procreación y su vida estaba limitada a unos pocos meses.
El compañerismo y el amor de la pareja se intensificaron en el tiempo que tardó Jorge hasta llegar a la muerte. El último pedido -casi un ruego- de Jorge a Susana fue el siguiente:
-Susy, sólo te pido un par de cosas: séme fiel y cuidá del perro –se refería a Walter, el perro del padre de Jorge, cuya custodia le fue encargada por el progenitor a su único hijo. Era un legado sagrado que no podía ser obviado.
-No lo dudes mi amor, te lo juro, pero no vas a morir, yo lo impediré -dijo entre lágrimas Susana.
Al día siguiente inhumaron los restos de Jorge que fueron cremados y arrojados en el mar, tal como fue su deseo.
Susana lloró intensamente a Jorge, cuidó de Walter como si fuera su hijo, no salió más a la calle.
Así, paulatinamente, el encierro, la falta de aire fresco, de cielos celestes, de paseos por el lago, de charla con amigos, de la intención de algún amor con pretensiones, la fueron tornando en una sombra. En un par de meses había adelgazado diez kilogramos.
Desapareció el deseo de comer, de reír, de hacer. Su actividad se limitaba a alimentar a Walter que cada día estaba más lozano, rozagante, pleno de vida.
Una tarde pasó por el espejo del living en ropa interior y se asustó. Era un cadáver. Apenas cuarenta y cinco kilogramos para su metro setenta y cinco de altura. Se detuvo a observar detenidamente su cara: ojeras hasta el piso, demacrada, pálida; frente suyo la ventana le mostraba la vitalidad de Walter y la manifiesta injusticia de la imposición de Jorge apareció con claridad en su mente.
Era una estupidez que ella estuviera perdiendo su joven vida mientras que el perro disfrutaba de todos los beneficios e incluso le gruñía y más de una vez intentó morderla al darle el alimento.
-Esto se acabó -exclamó Susana- a partir de esta noche las cosas serán totalmente distintas.
A las veintiuna horas del día de la declaración de la libertad, Susy aprestó su auto y salió de cacería por las calles del pueblo. En la primer esquina, un morocho pintón, con aspecto de canchero, se cruzó frente a su auto. Estacionó el automóvil y lo invitó a subir.
El morocho aceptó y sin protocolos Susana lo tuvo en momentos en su casa y en su cama. Dos meses de malaria desaparecieron en una sola noche. Por la mañana del día siguiente desayunaron algo y la fiesta siguió hasta entrada la tarde. A las diecisiete, el morocho Raúl se despidió con un beso intenso, como para continuarla en otra ocasión.
En el interín, Walter ladraba reclamando su alimento. Ese día no tendría suerte. Susana tenía otros planes: seguir con la cacería. Se duchó, comió algo y, a las veintiuna horas, nuevamente el automóvil de Susana puso rumbo a las calles del pueblo. Esa noche Susy invitó a un fornido rubio de ojos celestes, de unos pocos años. El trámite fue análogo al revuelo amoroso que había disfrutado con Raúl.
Esta vez Miguel se retiró a las dieciséis horas del día siguiente saludando coincidentemente con un beso interminable y la promesa de encontrarse nuevamente.
Walter seguía ladrando por su comida, pero tampoco esa tarde sería atendido por Susana. Prepararse para el combate nocturno era toda su preocupación.
Así continuó Susy con su cacería en los días siguientes sin solución de continuidad y cambiando permanentemente de parejas.
Esa promiscuidad la alentaba; había aumentado, sin límite a la vista, su deseo sexual.
Una tarde, los ladridos de Walter, que se habían transformado en un débil ruego, cesaron. Susana no se dio por enterada. Las chusmas del barrio gastaron el timbre esa noche para reprocharle que había dejado morir el perro de Jorge.
Susana, que había obtenido una pieza de especial calidad, no respondió a las llamadas.
Las vecinas liberaron de la cadena el cuerpo sin vida del animal y lo enterraron en un baldío cercano.
Esa tarde, cuando el bombón que había capturado se marchaba, luego de las caricias de rigor, llamó su atención la ausencia de ladridos de Walter. Fue hasta su cucha y recién allí apreció su ausencia, en el mismo instante que se acercaban dos de las vecinas chusmas.
-¡Y bueno!, se debe haber soltado y se fue con alguna perra -les comentó Susana a las brujas barriales.
-No señora -dijo una de las arpías-. Walter murió de hambre.
-¡Cuánto lo lamento! -dijo Susy exhibiendo un gesto de falso lamento-. Seguramente se habrá reunido con Jorge y ambos estarán felices. Ese pensamiento mitiga mi dolor - concluyó Susy sin poder reprimir una cínica sonrisa mientras le cerraba la puerta de la casa en la cara a las chismosas y se dedicaba de lleno a prepararse para capturar esa noche el ejemplar mejor dotado.

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