-Son fantásticas, Raúl. Tus historias que disfruto cada jueves cuando nos juntamos a cenar. Son deliciosos viajes a la fantasía.
-Agradezco el halago, Miguel. Me divierto narrando, inventando personajes, situaciones, desenlaces. Siempre lo hice, desde muy pibe.
-¿Alguien te enseñó?
-Mirá, es secuela de una costumbre de mi abuela. Cada noche un cuento distinto. Mis preferidos eran los de piratas. Asaltantes de barcos con poderosos cañones; la vida se jugaba en la habilidad de la espada, cáscaras de nuez en un mar bravío, pañuelos en la cabeza, parche en el ojo, la bella dama del capitán. Grandes aventuras.
-Mirá, Raúl, vos sabes que soy dueño de un diario y una revista de chismes del espectáculo, de la farándula. ¿Por qué no dibujás un par de historias y veo dónde las publico?
-Sería bárbaro, Miguel. Ese fue mi eterno berretín: ver mis historias luciendo en una revista, un libro, un diario y mi nombre en letras de molde. Mi mente es una caja de ilusiones, el martes te las llevo a tu oficina. A primera hora.
-Es un trato, Raúl. Empezá conmigo y la fama está al alcance de la mano.
-Hecho, Miguel. Te llenaré de historias.
Manuel se retiró y Juan se quedó con una sonrisa de satisfacción. Su sueño de toda la vida se estaba convirtiendo en realidad. Se sentó en la amplia mesa del comedor, un viejo cuaderno con espiral, todas sus hojas vírgenes, esa lapicera nunca estrenada y manos a la obra. A imaginar situaciones atrevidas, intensas, sorprendentes. Estuvo sentado media hora. Nada. Ni una idea. Como dice Serrat, pensó Raúl, las musas debían estar de vacaciones. Se sentía muy cansado, esa era la causa. Debía dormir y al día siguiente se reencontraría con sus fantasías.
Al levantarse, la ansiedad por narrar su primera historia pudo más que el habitual desayuno. Nuevamente el cuaderno, la lapicera, la nada, un gris vacío. No surgía lo ingenioso en su mente. ¿Dónde estaban sus historias llenas de ilusión, de fantasía? Hojas y hojas estrujadas a su alrededor.
Lo mismo sucedió en las siguientes jornadas. Su inspiración estaba ausente, dormida, sin respuesta.
Llegó el lunes. Al día siguiente debía entregar los cuentos a Miguel. Decidió salir a caminar. Quizás algo se le ocurriría.
Alcanzó la calle, trató de relajarse, procuró recordar viejos cuentos que habían hecho estallar en aplausos a su auditorio. Su memoria se negaba, insistente.
Al llegar a la primera esquina un automóvil a gran velocidad cruza el semáforo en rojo mientras un distraído y confiado transeúnte, impactado por el bólido, vuela por los aires cayendo pesadamente en el duro cemento, desarticulándose el cuerpo como un títere al que le cortaron los hilos, pleno de sangre, inerte.
Raúl siguió hurgando en su mente, buscando la punta de una historia. En vano. Una multitud de sombras invadía su pensamiento. Dos cuadras más en su trayecto y pasando bajo el toldo de la confitería Las Violetas, algo pega con dureza en la lona, se desliza por ella y culmina el trayecto a los pies de Miguel. El cuerpo hecho trizas de una bella mujer que se había arrojado al vacío. Los brazos de la dama aparecían extendidos, fláccidos, sin vida, a la vez que turbulentos ríos rojos emanaban de sus ojos, de su nariz, de la cabeza destrozada.
Raúl esquivó el cuerpo de la infortunada señora y siguió su marcha. Semejaba un zombie, estaba en trance. ¡Vamos a trabajar! reclamaba a sus ociosas neuronas. Pedía el puntapié inicial, la primera idea. La negativa persistió.
Al llegar al Obelisco, un inmenso grupo de personas desnudas yacía sobre el suelo tomado de la mano formando un aro alrededor del punto de referencia por excelencia de Buenos aires. Gordos, flacos, gordas, flacas, todo tipo y variedad de apariencias anatómicas. Raúl los eludió saltando sobre ellos mientras seguía batallando con su tozudo cerebro.
Al cruzar la avenida Nueve de Julio, dos motochorros casi se estrellan sobre su humanidad. Detrás de ellos la policía y el dueño del rodado persiguiéndoles. Los cacos no pueden eludir un camión recolector de basura estacionado en el lugar menos pensado, impactan contra el vehículo municipal y son despedidos al fondo del volquete.
¡Ya lo tengo!, grita Miguel. ¡Ya lo tengo! El encuentro con su amado después de tantos años, los labios que buscan el beso, la caricia y... y nada, absolutamente nada más. Otra vez la oscuridad, la historia muerta antes de empezar.
Encarò Avenida Corrientes con cara de pocos amigos. No obstante el brillante sol de la calurosa tarde, comenzó a llover. Delante suyo un majestuoso y multicolor arco iris.
Miguel, harto de tanto esfuerzo inútil ingresa al primer bar que encuentra.
Un whisky serviría. Agilizaría su atascado cerebro. En instantes ingresan al lugar dos individuos encapuchados portando importantes armas de guerra. Les quitan el dinero a cada parroquiano, la billetera de Miguel desaparece entre las rápidas manos del delincuente. Uno de los malandras abusa de la hermosa dueña mientras el otro hace de campana.
Siempre apuntando con sus temibles armas huyen a gran velocidad. Miguel se levanta, le anuncia al la vejada dueña del café que no tenía dinero para pagar la cuenta, que al otro día pasaría a saldarla. Gritos, llantos e insultos fue la respuesta de la dama.
Mala suerte, pensó Miguel. No hay historias, ni cuentos, ni una puta idea.
Sin darse cuenta había estado andando en redondo. Retornaba al punto de partida. Se topó con su casa. Ingresó con manifiesta pesadumbre, busca la habitación, su cama, su refugio de mil depresiones. Se arrojó en el lecho con la mirada puesta en los nudos de la madera del techo, los cuales habían dado pie al argumento a infinitos de ingeniosos cuentos. Hoy sólo eran unos turros nudos de madera. Ellos tampoco lo ayudarían.
No intentó más, media vuelta y a dormir mientras pensaba que en su vida nunca pasaba nada importante, ninguna emoción, nada extravagante. Monótona y aburrida. Las cosas relevantes sucedían lejos de él y su mentada caja de ilusiones era pura vanidad.
escritor frustado
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