Juan era el empleado de confianza de la empresa, pero además su buen humor contagioso atraía a la clientela. Feliz de indicar el cerámico más adecuado o la pintura que jamás se alteraría, el artefacto justo para el pequeño ambiente familiar, la herramienta tan buscada que aparecía mágicamente ante los ojos del comprador. Era un tipo feliz con su trabajo. Jamás dudó en quedarse después de hora para terminar de acomodar todo y al final, silbando, marchaba hacia su casa, a dos cuadras apenas del negocio. Solterón empedernido, disfrutaba de la escritura y las buenas películas. Un gran tipo.
La crisis apareció como un impensado terremoto. Una a una fueron cerrando las pequeñas empresas del pueblo. El corralón en que trabajaba Juan no fue la excepción.
Los dueños, gente de bien, le pagaron la justa indemnización. Con ese dinero Juan puso un kiosco que inventó en la ventana del comedor que daba a la calle. Duró unos meses y, acosado por las deudas, no le quedo otra alternativa que cerrar.
Gastó varios pares de zapatos buscando trabajo. Alguna changa de vez en cuando y nada más.
Solo en el mundo, las cosas se le hacían cada vez más difíciles. Comenzó a tener problemas para dormir, a tomar de más, a pelearse por cualquier tontería.
Una tarde que venía de hacer una changa de pintura, pasó por la puerta del casino. Se detuvo, retrocedió y decidió probar suerte. En instantes el dinero ganado con la changa desapareció en la máquina tragamonedas. Esa noche no pudo comprar el pan y fiambre de costumbre. Se acostó sin comer.
Comenzó a mendigar, a mentir, todo por unas monedas, para dejarlas en la casa de juego. Hombre inteligente a pesar de todo, se dio cuenta que se estaba enfermando. Fue a ver a un amigo psicólogo que lo atendió gratis y le advirtió que nunca más pisara ningún casino, que se estaba transformando en un ludópata, en un adicto al juego, que entrar allí era condena a reclusión perpetua, no se salía nunca más.
Juan caminaba todas las mañanas kilómetros y kilómetros para cansarse y así dormir profundamente, para que la tentación del juego no lo atrapara. Escribía sin cesar, hacía cualquier cosa para llenar su tiempo libre hasta que llegara el trabajo salvador que le habían prometido.
Una noche llega Mario, el dueño de la pequeña envasadora que le había hablado del posible empleo. Se abrazó llorando a Juan mientras repetía una y otra vez ¡lo lamento!, Juan, ¡lo lamento! La envasadora también había sido víctima del caos económico y financiero.
Juan retornó a las changas y al casino. Volvió a mendigar, a mentir, a pedir prestado, hipotecó la casa. La rueda de la mala fortuna y la máquina tragamonedas le arrebataron todo. Llorando asistió al remate inexorable de su casa. El oficial de justicia, el doctor Cuervo y la policía sacaron sus pocos muebles y la ropa que arrojaron en la vereda. Juan tomo unas pocas cosas, las colocó en un carrito de supermercado y en el primer baldío hizo su refugio. Siguió pidiendo unas monedas al ocasional transeúnte y cada moneda se perdía en el casino.
Una tarde, mareado por el vino barato que lo consumía tanto como el juego, buscó entre sus trapos algo para comer. No halló nada para su estómago, sólo una vieja pistola de juguete del tiempo que había intentado una familia. La colocó en un bolsillo de su sobretodo. Trataría de venderla, algo le darían y podría ir al casino a hacerse unos tiritos.
Se acercó a la juguetería del barrio y extrajo el arma de fantasía para ofrecérsela en venta al dueño, que al ver la pistola, en un movimiento instintivo, sacó su revólver del cajón de la caja registradora. Le disparó al aparente ladrón y la vida de Juan dejó de ser.
Corriendo hacia el cuerpo inerte de Juan, el comerciante tiró el cajón de la caja registradora con la recaudación del día. Veinte pesos en monedas rodaron velozmente escondiéndose en los rincones del negocio para no ser atrapadas.
por unas monedas
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