Juan entró al bar de siempre, se sentó a la barra, pidió el trago de costumbre, su mirada perdida, las manos jugando con el vaso y la mente reprochando su destino solitario, sin un otro con quien hablar, reír, lamentar. Solo, siempre solo. Esa maldita soledad que se incorporó paulatinamente en su vida desde que el exilio fue la única opción. Su trabajo ayudó a cultivar ese pasar silencioso, treinta años de Juez, el hombre sin amigos ni reuniones sociales para no comprometer su imparcialidad, luego el berretín de escribir que también le requería aislamiento y soledad.
Se dio vuelta y en una de las mesas contra la ventana, su mirada se encontró con otra solitaria como él. Mirada perdida, las manos jugando con el vaso, mente ausente.
¿Por qué no?, se dijo y en un alarde de audacia decidió acercarse e intentar un diálogo.
-Buenas tardes, señorita. ¿Está sola?
-¡Sí, estoy sola! ¡Abrumadoramente sola! ¿Y a usted qué le importa?
- Na… nada. Disculpe. Un gusto -alegó Juan y se retiró rumbo a la barra.
-¡No le dije que se retirara! ¡Le dije que estoy sola! ¡No me entendió!
- Sí la entendí -dijo en voz baja Juan-, por eso me retiro, no quiero molestarla.
-¿Y quién dijo que me molestaba? Si alguien está solo hay que acompañarlo, ¿no? -preguntó la mujer, mientras miraba a Juan con ojos de paciente psiquiátrica.
-Sí, es verdad -afirmó Juan para conformarla-, pero de cualquier manera me quedaron unas cosas pendientes y...
-Y nada. ¡Yo no fui a buscarlo! ¡Usted se acercó y me sacó!
-¿Que la saqué? -preguntó Juan.
-¡Me sacó! ¡Me puso loca!
-No fue mi intención, mi querida amiga -dijo Juan.
-¡No soy su amiga y menos querida! ¿Entendió?
-Por supuesto, señorita. Bueno, que tenga buenas tardes, tengo que ir al nego...
-¡Usted no va a ningún lado! ¡Se sienta frente a mí o armo un escándalo!
-No, por favor, un escándalo no, yo me siento, tranquila, ya estoy sentado.
-Una no puede a venir a estar un rato tranquila y tomarse una copa, que siempre tiene que venir alguien a sacarte.
-Por eso, señorita. Tiene toda la razón. Me retiro y resuelto el problema -concluyó Juan.
-¡Usted no se retira! ¡Necesito un otro con quien hablar!
-Bueno, me parece bien. La escucho.
-¿Y usted se cree, atrevido sin nombre, que yo voy a confiar mis intimidades a un desconocido?
-No, por supuesto que no. Aguarde que pago y me voy.
-Dígame su nombre antes que nada.
-Me llamo Juan.
-Yo me llamo Alicia. Ahora nos conocemos.
-Claro, ahora no somos desconocidos -ratificó Juan.
-Pero nos conocemos hace segundos. ¡Ni se atreva a preguntarme sobre mis problemas! ¡No se atreva!
-No, no lo haría nunca -aseguró Juan, desconcertado.
-Todo fue por el berretín del casamiento -comenzó a argumentar Alicia-. ¿Quién me mandó! ¡Si los hombres después te dejan por una mujer más joven y de vos se olvidan! ¡Seguro que usted hizo lo mismo!
-No, señorita. Yo soy soltero. ¡Moza, la cuenta por favor! –clamó Juan, intentando fugar.
-¡Usted no se va de acá! ¡A mí nadie me abandona más! ¡Así que se queda sentadito hasta que pague y salga de aquí!
La señorita volvió a mirar a Juan con ojos de paciente psiquiátrico, amagó a gritar, se dirigió a la caja, pagó, se acercó a la mesa donde estaba Juan y apuntándole con el dedo le dijo:
-¡Ni se te ocurra abandonarme! ¡Si me abandonas, Miguel, te mato!
Juan esperó un buen rato que la mujer se alejara y, cuando se sintió seguro, se acercó a la barra y mientras pagaba apresurado preguntó:
-¿Quién era la dama?
-Alicia -dijo Walter el barman-. Hace años que Miguel, el marido, se fue con su mejor amiga. Nunca pudo superarlo.
-Sí, me di cuenta -afirmó Juan mientras se retiraba del bar. Desde la puerta se quedó mirando a Alicia que cruzaba la calle a paso lerdo, la mirada en el piso, todo el peso del abandono brutal sobre sus hombros, toda la soledad vital en cada detalle. Pensó que lo malo de la soledad es quedarse en el pasado, en dolores, injusticias, errores que dejaron de estar, que ya no son. En su mente se valorizó su presente de escritor, de tantas cosas que lo aguardaban. Tanto que vivir, un ahora que intentar mejorar.
Sonrió. Acababa de descubrir lo plena que era su soledad, subió a su camioneta y una querida canción, injustamente ausente durante tanto tiempo de inútil tristeza, apareció en sus labios, suavemente, respetando la magia del silencio.
tanto que vivir
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Si Ningo, de acuerdo. A veces, mejor solo.
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