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vamos a casa

Juan tenía los ojos en el café que le habían servido hacía media hora. Miraba sin ver, una sensación de inmensa angustia lo abrumaba. Se negaba a volver a su casa llena de vacío y silencio. La vida le había dado múltiples oportunidades para transitarla con la tibieza que sólo otorga el cariño de una compañera de camino, pero una a una las dejó pasar. Hoy era un solterón triste y solitario.
En eso estaban sus pensamientos cuando una voz ronca y cansada le dijo:
-Señor, la señorita de la mesa siete me dijo si por favor se le podía acercar.
-Gracias -dijo Juan-. ¿Cuál es la mesa siete?
-La que está contra la ventana señor -apuntó el mozo.
-Gracias nuevamente -añadió Juan, mientras su mirada se fijaba en la dama en cuestión.
Una mujer de unos treinta y tantos años, de cabellos negros, ojos perdidos y un trajecito gris era todo lo que podía apreciar. No la reconocía. Se acercó intrigado y le dijo:
-Hola, señorita. ¿En qué puedo servirla? -inquirió Juan.
-¡Vamos, Juan, dejate de pavadas y sentate! -expresó con suave autoritarismo la hermosa dama.
-Perdón, pero...
-¡Pero nada! ¡Sentate, Juan! ¡Escuchame, por favor! -continuó la extraña.
-Yo no...
-Esperá, Juan, esperá. Dejame hablar. Quería decirte que me equivoqué ¡Fui una tonta!, ¡Una decisión equivocada! -aseguró la desconocida.
-¿Qué equi....?
-¡Si, la decisión de una estúpida! ¡De una ingrata! Jamás debí dejarte. No sé en que estaba pensando. Pero acepto que nuestro matrimonio no debió romperse por un capricho adolescente -dijo con convicción la bella señora.
-¡Qué matrimonio! -logro exclamar Juan con rapidez.
-Nuestro maravilloso matrimonio. Esa unión que nos juramos para toda la vida, que vos te encargaste de alimentar con tu cariño y yo no supe corresponder. Soy una malvada. Sí. Yo, María, soy una mujer despreciable por el dolor que te causé.
Mientras María hablaba, Juan la miraba entre sorprendido y curioso. ¿Quién era esa bella mujer? ¿Qué pretendía de él la dama de ojos celestes como el cielo, de agradable apariencia, de un cuerpo que insinuaba apetecible, de labios que invitaban al beso?
-Y...
-Sí, Juan, no merezco perdón. Imagino tu desesperación cuando despertaste y no me encontraste a tu lado. Habrás bajado corriendo la escalera, buscado en el baño, el comedor, todo sin éxito. María, la loca de María, se había marchado.
-Y sí. Loca. Sí. -murmuró Juan.
-Gritalo, Juan. María, la loca. La que te abandonó sin causa ni piedad. Sólo un instante de inmenso desatino puede justificarlo.
-Bueno, no es para tanto -afirmó Juan, a quien María le parecía cada vez más agradable.
-Sucede, Juan, que sos un muy buen tipo y los buenos tipos siempre son abusados. ¡Yo abusé de vos, Juan! ¡Esta pirada abusó de vos!
-No fue así, aunque no sería una mala idea -agregó Juan con una sonrisa.
-No entiendo, Juan -dijo María.
-Yo tampoco pero no importa, seguí con tus argumentos.
-Mirá, Juan, dejé todo para volver con vos. Desde aquí, todo lo anterior es pasado, olvido. Estaremos juntos sin peros ni reproches. Te compensaré ampliamente mi deslealtad.
Los pensamientos de Juan se tropezaban. Por un lado pensaba que no podía seguir con la fantasía, pero por otro su intolerable soledad, la belleza de María y su entusiasmo, lo instaban a hacerse compinche de ese decir desatinado pero pleno de amor que aparecía sincero.
-Mirá, María. Esto no es como vos lo planteás, pero me parecés una mujer agradable, entusiasta, y tus ojos celestes como el cielo, entre mil detalles, te hacen una dama relevante y me impiden rotundamente que le haga caso a cualquier razón que me aleje de vos.
-¡Entonces me perdonás, Juan!
-No tengo nada que perdonarte, María.
-¡Siempre dije que eras el hombre más bueno del mundo! ¡Vamos a casa, querido!
-Vamos a casa, María.

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