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olvido

Virginia no toleraba la soledad. Se le había tornado insoportable. Le molestaba el silencio, ese invencible silencio que invadía cada rincón de la casa. Su despiste se había agudizado. Todo lo perdía, no recordaba donde ponía las cosas, la cabeza en otro lado. Siempre ausente. Cuando salía dejaba sus pertenencias en cualquier lado. Así había extraviado desde celulares hasta carteras.
La nostalgia, el pasado que no quería marchar, había acentuado su falta de atención en las cosas. No podía resignarse. Había sido muy feliz con Carlos, su marido. Fallecido demasiado joven, tenía apenas cuarenta años. Nunca olvidaría el instante en que se desplomó en plena calle, junto a ella y su desesperación. Infarto masivo, dijeron los médicos.
Tanto lo lloró. Aún lo extrañaba. Sus manos siempre calientes, su suavidad, las caricias en la espalda al despertar, mil recuerdos. Pero todo eso había sucedido hace mucho tiempo.
Hoy Virginia tenía cincuenta años y había decidido poner fin a la soledad, al vacío, al silencio. El gran obstáculo era su invencible timidez. Esa prisión sin rejas que la mantenía aislada de todo y de todos.
Una amiga le sugirió que accediera a Internet. Que chateara con alguien. Conocer a otro sin necesidad de mirarlo a la cara ni hablar. Solamente el teclado y la pantalla. Enormes dificultades al principio. La compu no era su fuerte, pero en poco tiempo le tomó la mano y comenzó a concretar las conexiones más increíbles.
Llegó a la conclusión que los hombres estaban locos. Que este medio era inadecuado. Argumentos extravagantes, propuestas indecentes, aventuras estrafalarias. No. Ese no era el medio apropiado.
A punto de abandonar se conectó con Manuel, un cincuentón como ella, de decir pausado, atinado, una vida razonable, buen trabajo, ordenado, atento. Eso, atento. Podría suplir su habitual despiste.
Manuel le contó que había enviudado hacia un par de años y que a pesar de buscar una buena compañera no lo había conseguido. Era un hombre común, con gustos comunes, el justo medio según su parecer.
Virginia lo marcó como su hombre. Esa sería su pareja, estaba decidido. Lo que ignoraba Virginia era que Manuel no era Manuel. Su verdadero nombre era Miguel Correa, un abusador sexual irredimible, múltiple, sin límites, que utilizaba Internet para dar con sus presas. Era un tipo violento. La vida misma de Virginia estaba en serio peligro. Un individuo muy enfermo, perverso, sádico y Virginia había caído en la trampa.
En cualquier caso, si bien ella ya había hecho su elección no se atrevía a encontrarse y enfrentar a Manuel cara a cara. Era una mujer bella, amiga del gimnasio, su piel suave y morena, sonrisa franca, blanca, maravillosa. Su aspecto físico no era el problema, sino su timidez, ser corta de genio, como le decía una amiga.
Finalmente se pactó el encuentro. Sería en un restaurante de Puerto Madero; una cena en un buen lugar a las veintiuna horas exactas del día viernes dieciocho de septiembre.
Para reconocerse ella llevaría un saco color rosa con un prendedor dorado y él, un clavel en el ojal.
Faltaban dos semanas pero Virginia ya estaba histérica. No podía dormir. Mil pesadillas incomprensibles.
Todos los días salía a mirar ropa, zapatos, carteras para el acontecimiento. Nada la conformaba. La ansiedad le impedía decidir con prudencia y tranquilidad. Mientras tanto Manuel preparaba la trampa; cenarían, se ganaría su confianza y al salir abusaría de ella en algún descampado. No había resuelto si la mataría. Esa era una decisión puntual que habitualmente dejaba librada al azar, a cómo se desarrollaban los acontecimientos, la actitud de la victima, su resistencia, nada en particular. Su propio arbitrario siempre definía la situación. Era la frutilla del macabro plan, el sello de su maldita locura.
El dieciocho, Virginia despertó inquieta. En verdad no había pegado un ojo en toda la noche. Ya había decidido no ir a la cita. Apagaría la compu para siempre. Una corta caminata, almorzaría con alguna amiga, después un par de sedantes y a dormir hasta el diecinueve al mediodía.
Mientras se duchaba pensaba que no podía ser tan cobarde. Tenía que vencer su timidez al menos una vez. Esta era una buena oportunidad para acabar con la soledad. Se secó con cuidado, la mente era un gran barullo, se vistió con un jogging cómodo y salió a andar.
Horas caminando. Cuando volvió a la realidad, eran las diecisiete horas. Definitivamente acudiría a la cita.
Un baño de inmersión la relajó, se maquilló como hacia años no lo hacia. Buscó un vestido negro atrevido que destacaba su apetecible figura, el saco rosa, el prendedor dorado; dos vasos generosos de coñac le dieron el valor que necesitaba. Se miró en el espejo, una sonrisa de aceptación, pidió un taxi y el restaurante convenido fue su destino.
Al llegar ingresó al local, se sentó a una mesa y allí advirtió que su ansiedad y su despiste le habían hecho llegar a la cita una hora antes de lo convenido. Pidió una bebida light y resolvió esperar. Su mirada recorría el lugar. Al llegar a la barra se detuvo y el corazón le dio un vuelco. Apoyado en ella un hombre morocho, bien parecido, de unos cincuenta años, con un traje manifiestamente pasado de moda pero impecable y con un clavel en el ojal de la solapa.
Cambió el trago light por un buen coñac. Lo tomó con avidez, el corazón no dejaba de latirle aceleradamente, no podía calmarse mientras miraba disimuladamente al señor del clavel en el ojal.
Era Manuel, pensó. Se había adelantado como ella. Al segundo coñac se animó a hacerle señas. El señor estaba en otra cosa. No atendía sus requerimientos. Al tercer coñac se levantó, se ubicó justo al lado del señor del clavel en el ojal y le dijo ¡Hola Manuel!
El señor del traje pasado de moda la miró con sorpresa. Le dijo que había alguna confusión, que su nombre no era Manuel, que se llamaba Julián Pérez. Ella trató de explicar: ¡el clavel en el ojal!
Ah, apuntó Julián. Siempre lo llevo cuando uso este traje. Una cábala de buena suerte. Me gusta jugar de vez en cuando y hoy pensaba tirar unas fichas en el casino, agregó.
Al ver que Virginia no podía mantener el equilibrio, Julián la acompañó hasta la mesa. Le pidió un café cargado y le dio para tomar una pastilla milagrosa. Su gran secreto para hacer desaparecer la más tenaz borrachera. Virginia tomó el café y la pastilla, paulatinamente se fue sintiendo bien, normal.
La charla se impuso. Julián le contó que era un solterón empedernido, que no tenía suerte con las mujeres, que vivía solo aún cuando algunas veces el departamento le parecía demasiado grande, vacío, silencioso.
Virginia escuchaba con atención. Julián tenía todo el aspecto del buen tipo. Atento, cuidadoso, su voz era suave, tranquilizadora y además era muy bien parecido.
Su conversación era amena, agradable. Había tenido una vida interesante pero ordenada, sin excesos. Una que otra aventura, alguna travesura, tal vez un desliz. Lo que más atraía a Virginia eran los ojos mansos de Julián, claros y transparentes como el lago de su pueblo natal.
Se sentía bien en su compañía. Muy bien. Su mano no se había separado de la de Julián desde que la había acompañado hasta la mesa. La dejó ahí. Estaba cómoda. Le hacia sentir segura.
Julián la invitó al casino. Apostarían unas fichas y después podían cenar en el restaurante del hotel donde estaba la sala de juegos.
Virginia tomó el brazo de Julián y juntos salieron del restaurante rumbo al casino.
Detrás de ellos llegó Manuel. Comenzó a buscar a Virginia mesa por mesa. Desesperado y furioso por no encontrarla, tropezó con una silla que cayó al suelo y junto con ella un saco rosa con un prendedor dorado que había sido apoyado en su respaldo.

2 comentarios:

  1. Muy bueno... me transporté al lugar. Muy buen cuento, digno de una cámara y actores.

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