Juan no podía dejar de beber. Todo su objetivo en la vida era conseguir el dinero necesario para comprar la mayor cantidad de cajas de vino barato y matarse tomando. María, su mujer, lo odiaba por eso. Maldecía ese perfume a vino tinto barato que recalaba en cada rincón de la casa.
Juan se mantenía en un estado de inconciencia permanente. Así, inconciente, rodeado de cajas vacías de vino berreta, lo detuvo la policía por la denuncia de María. Su compañera afirmaba entre lágrimas que había sorprendido a Juan en la cama violando a Ana, la pequeña beba de ambos, cuya edad apenas superaba los siete meses.
En medio de la delirante confusión que invadía a Juan, no se resistió ante la brusquedad de la autoridad. Se dejó empujar, esposar, tironear, soportó algún golpe; su sueño de alcohol sólo le permitió murmurar que él no había hecho nada, comentario que no fue atendido por los uniformados que lo arrojaron al fondo del móvil.
La acción fue rápida, brusca, silenciosa. Nadie le preguntó nada a Juan, nadie le dijo nada. Simplemente lo arrancaron de la borrachera y lo acarrearon hacia la comisaría.
Ya en la alcaldía, en el barullo de la mente de Juan se destacaban agravios variados y la amenaza de padecer en un tiempo cercano todo tipo de tormentos. Le preguntaron si sabía cuál era el alto precio a pagar por haber violado a la niña. A su propia hija.
Allí Juan se inquietó y con palabras que se tropezaban alcanzó a afirmar que él no había sido, que no tenía nada que ver. Su borrosa defensa recibía como respuestas golpes y maltratos.
Del bolsillo trasero del pantalón, los agentes sacaron el documento de identidad de Juan y de allí los datos que asentaron en el libro de ingreso; trámite rápido, ansioso, que Juan tampoco entendió.
Su estancia en la mesa de entradas de la alcaldía fue fugaz. Lo alojaron con los presos duros, veteranos de la delincuencia, los que sabían qué hacer en estos casos. La vigilancia desapareció mágicamente y de inmediato dos reclusos lo tomaron a Juan, lo desnudaron y uno por uno lo violó con saña, perversamente, a la vez que era golpeado sin piedad, pateado y pisoteado por sus compañeros de cautiverio.
En el interín, el oficial a cargo acude al domicilio del Juez en turno y le comunica la novedad.
¡La puta madre! fue la expresión con la que el magistrado, doctor Perez, puso de manifiesto su disgusto por el accionar policial. ¡Son unos boludos!, gritó alteradísimo el Juez. ¡Lo van a matar! ¡Cómo van a ubicar a un borracho como Juan, imputado de la violación de su pequeña hija con los detenidos de máxima peligrosidad! ¡Todos saben lo que sucede cuando le tiran un presunto violador a los leones, y más cuando la abusada es una beba!
Perdón, doctor, se animó a decir el oficial, la violación está probada. La denuncia de María es sumamente detallada y clara, y la penetración y restos de semen fueron comprobados por los médicos forenses.
¡Probado una mierda!, gritó el Juez. María es una mentirosa patológica, mil cuernos le ha metido a Juan aprovechando su estado de inconciencia permanente por el alcohol. Puede ser cualquier cosa, concluyó el Magistrado.
¡Todos al móvil y volando a la comisaría!, ordenó el doctor Dominguez.
Mientras esto sucedían en la casa del juez, en la alcaldía los presos trababan la puerta de acceso al pasillo de la celda; entre todos levantaron el pesado cuerpo de Juan, lo ataron con una ruda cuerda sujetándolo con alambres a las rejas de un calabozo individual.
De algún lado salió una botella con nafta, el colchón fue regado generosamente, un fósforo y el tremendo dolor que le provocó el fuego dio paso a un grito desgarrador, intenso, prolongado de Juan, que en instantes dejó de ser, consumido por las llamas.
Casi en forma coincidente el Juez y la comisión policial llegaron a la comisaría. El olor a carne quemada comenzaba a invadir todos los ambientes del presidio.
¡Lo hicieron!, exclamó el doctor Pérez con voz pesada y culposa. Llegamos demasiado tarde.
Destrabaron la puerta de acceso a los calabozos y el Juez se enfrentó con el cadáver calcinado de Juan. Se sentó largo rato con las manos tomando la cabeza. Sabía que esa tragedia podría haberse evitado con un poco de diligencia. Llamó a su secretario. Le encargó que instruyera el sumario pertinente por la muerte de Juan y dispuso que María concurriera a su despacho en forma inmediata para ratificar su denuncia.
María fue encontrada en su casa haciendo el amor con Jorge, su último amante. La policía la llevó hasta el despacho del magistrado dejando a Jorge, increíblemente, en libertad de acción.
Mientras María aguardaba al magistrado, Jorge partía en un micro con destino a cualquier lado.
El doctor Dominguez le dijo a María que accediera a la oficina y se sentara frente a él.
-¿Qué pasó, María? ¿Sabés que Juan murió? ¿Que lo asesinaron en la alcaldía los propios reclusos?
María le mantuvo la mirada al Juez, dura, desafiante y luego de un instante de silencio dijo:
-Mire Señor, yo sorprendí a Jorge violando a María.
-¿Y por qué culpaste a Juan?
-Juan era una desgracia, siempre borracho, inconciente, su único interés era el alcohol. Ya estaba harta de ese perfume a vino barato que penetraba cada rincón de la casa.
-¿Y Jorge? ¿Quién es? ¿Dónde vive? -interrogó el magistrado.
-Jorge es un Jorge como tantos Jorges que hubo en mi vida. No es de acá. No sé en qué ciudad vive. No hago preguntas.
El Juez se quedó en silencio, resignado. Nunca más encontraría al autor del abuso, a ese Jorge que había violado a la hija de Juan, un Jorge sin rostro, sin huellas, sin presente ni pasado, que desapareció para siempre.
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