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derechos y humanos

A la luz amarillenta del farol de la esquina, vimos con mi hermano Miguel cómo tres tipos fornidos estaban moliendo a palos a un flaco. Corrimos a rescatarlo. Al querer intervenir, un cuarto personaje que se bajó de un Falcon verde estacionado al lado del cordón de la vereda, nos amenazó con un revolver: ¡No se metan! ¡No les interesa!
Así fuimos espectadores de una feroz paliza. La víctima, Nora o Gabriel; el que se pintaba los labios con rouge rojo brillante, se colocaba pestañas postizas larguísimas, polleras bien cortas, medias de red, cartera rosa, zapatos de taco aguja del mismo color y se paraba en la esquina de Rodríguez Peña y Luro aguardando en las sombras a su justo cliente.
Era el diferente del barrio.
Buen tipo, querido por los vecinos, servicial, siempre dispuesto a dar una mano, tirarle unos pesos a los abuelos del departamento de al lado, siempre tan necesitados, siempre tan abandonados. Cada tarde les llevaba facturas y, entre mate y mate, mil carcajadas generadas por el decir atrevido y bromista de Gabriel.
Cuando los violentos decidieron que ya era suficiente, el que nos apuntaba con el arma, dirigiéndose al cuerpo inmóvil de Gabriel gritó ¡Ya no joderás más, marica de mierda! Subieron al auto y partieron velozmente. En el cristal trasero lucía un cartel que rezaba: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Nos abalanzamos sobre Gabriel. Estaba inconsciente. La cara destrozada, la ropa desgarrada, podían verse varias fracturas expuestas en la clavícula, la rodilla derecha, el brazo izquierdo.
Llamamos al hospital desde el teléfono de casa. El médico que llegó con la ambulancia nos dijo que estaba muy grave. Lo acompañamos; directo al quirófano. Esperamos con Miguel. Mucho tiempo, demasiado.
Al abrirse la puerta, el cirujano se dirige a nosotros diciendo que no pudieron salvarlo, que Gabriel había muerto. Miguel comenzó a llorar desconsoladamente, como nunca lo había visto llorar en mi vida. Repetía ¿por qué?, una y otra vez y desde el fondo de las entrañas le salió un franco y absoluto ¡HIJOS DE PUTA!, que retumbó en todo el edificio.
Sabía que Miguel quería mucho a Gabriel. Eran muy amigos desde siempre, pero no imaginaba que ese cariño fuera tan intenso. Sin hablar una palabra llegamos a casa. Miguel se encerró en su habitación un par de días y no salió hasta el lunes a la mañana.
Como cada día laborable, desayunó un poco de café, hizo un comentario trivial e, impecable con la pinta de siempre, se fue a trabajar.
Durante unos días no dejé de pensar en la reacción de Miguel respecto a la muerte de Nora. Exagerada, sin duda; sin sentido ni explicación cierta. El tiempo fue haciendo su trabajo y mi inquietud se transformó en olvido.
Una noche pasé por un moderno pub -recién inaugurado- en Gascón al mil cuatrocientos y a través de un amplio ventanal vi a Miguel charlando con otro hombre en la barra, en el justo momento que el extraño acariciaba su cuello con ostensible ternura.
Ahí comprendí. De curioso me escondí tras un frondoso árbol y esperé que Miguel se retirara del boliche. Lo hizo en compañía del extraño. A media cuadra se unieron en un abrazo y un beso intenso, prolongado.
No lo podía creer. Miguel. Mi hermano pintón, apetecido por miles de mujeres hermosas, era gay. Me costó unos días mirar a Miguel a los ojos. No sabía cómo tratarlo. Finalmente me decidí y hablamos. Le conté lo que había visto y mi confusión.
-¡Ay, mi prejuicioso hermanito! -exclamó sonriendo Miguel-. Sí, soy gay. No es un delito ni una enfermedad fatal. Simplemente soy un hombre al que le gustan los hombres, eso es todo.
-¿Y no tenès miedo de que te suceda lo de Gabriel? –pregunté-. Vos sabés los malos tiempos que vivimos, la fuerza del poder como única razón, que el gobierno se la ha jurado a los gay entre otras minorías, que si te sorprenden no tendrán piedad.
Gabriel añadió que asumía riesgos por los malditos prejuicios; la agresividad de la gente que ejercía su eterna frustración insultándolo, golpeándolo, marginándolo, pero que se la bancaba: siempre hay que pagar un precio por una pizca de placer.
Acto seguido me abrazó, me conminó a no que dejara de preocuparme agregando que todo estaba bien, que confiara en él, que era más que precavido.
A partir de ese día fuimos más compinches, más hermanos, más amigos. Quizás porque compartíamos silenciosamente el secreto de Miguel.
Una jornada, volviendo del trabajo, turno nocturno, bajé del colectivo y emprendí tres largas cuadras hasta casa. Había caminado cincuenta metros cuando tres disparos secos, contundentes, rompieron el silencio de la noche. Corrí hacia la esquina desde donde habían provenido los inconfundibles sonidos del disparo de potentes armas de fuego. Dos tipos se alejaban en un Falcon verde de líneas modernas, que milagrosamente conseguí que no me atropellara. Llevaba las ventanillas bajas y sus ocupantes me gritaron: ¡Se lo merecía, era un puto de mierda! En el cristal trasero se distinguía la consigna: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
En el piso, un hombre en medio de un charco de sangre que se iba agrandando a
medida que me acercaba. Llegué a su lado, comprobé que no tenía pulso, estaba boca abajo. Lo di vuelta y los ojos enormes y azules de Miguel, inertes, me dijeron que todo había terminado.
Desde el alma el insulto ¡HIJOS DE PUTA! Se partió el corazón, el llanto se hizo incontenible, el dolor insoportable. Traté de tranquilizarme. Con cuidado acomodé su ropa, saqué de sus bolsillos la billetera y la agenda personal.
En un instante estacionó al lado del cadáver de Miguel un Falcon verde. Me levanté con furia. Un gigante me paró de un solo golpe en el pecho; lo acompañaba su gemelo, ambos con pelo corto, tipo militar, ambos con anteojos negros. Se identificaron como policías, me preguntaron si sabía qué había sucedido.
-Era mi hermano -les dije-, apenas bajé del colectivo que me traía del trabajo escuché tres disparos, corrí y me topé con el cuerpo de mi hermano en un charco de sangre.
-Está bien, nos hacemos cargo. Ya viene el móvil para llevar el cadáver y hacer la autopsia. Que la familia pase mañana a primera hora a retirar el cuerpo.
Me quedé acariciando la cabeza de Miguel sin poder dejar de llorar. Llegó el
móvil. Allí recordé que ese día, once de febrero de mil novecientos setenta y tres, Miguel, mi hermano cumplía treinta y tres años de edad. Me quedé mirando la ambulancia que transportaba el cadáver de mi hermano hasta que desapareció de mi vista.
En el cristal trasero lucía la inscripción que rezaba: “Los argentinos somos derechos y humanos”

2 comentarios:

  1. UUUUUH, que tragica esta historia!!!!!

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  2. Antes fueron pesados en falcon verde, ahora nos matan los marginales y delincuentes a los que el gobierno no piensa detener porque les tiene afecto. Siempre la buena gente y los honestos somos victimas de la violencia y la ambición de los que ostentan el poder del dinero y la fuerza.

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