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ojos verdes

He conocido infinidad de actores y sé que todos son muy supersticiosos, pero ninguno como Marcelo Fermín Ordoñez. La manía se había instalado en él desde pequeño. Así, siendo un niño se negaba a ir a la escuela si no le daba tres besos en la mejilla a su madre; la leche la bebía sujetando el vaso con la mano izquierda, no obstante ser diestro, y en exactamente cinco tragos. Las dos caricias al lomo del gato eran de rigor como así también salir de la casa con el pie izquierdo.
En la adolescencia, se encerraba los días jueves. Era el justo medio y no llevaría a ningún lado la mala suerte que ello determinaba. Antes de emprender cualquier actividad daba cinco vueltas a la manzana y su cabeza debía lucir siempre prolijamente rapada. En su juventud, a causa de la superstición, cada mañana, fuera verano o invierno, colocaba sus pies en un recipiente con agua helada durante cinco minutos. Sus camisas siempre eran blancas; el cabello peinado con fijador cambiando cada jornada la ubicación de la raya: hoy del lado derecho mañana le tocaba al izquierdo.
Cuando decidió enfrentar su vocación de actor en forma profesional, los ritos se hicieron múltiples y sofisticados. Dar cinco vueltas a la manzana donde estaba ubicado el teatro antes de ingresar al mismo, su camarín debía estar pintado íntegramente de color verde claro, esperanza y suerte; los espejos y maquillajes se ubicaban en el lateral derecho, orientado hacia el este, lo que lo alejaba de cualquier desgracia.
Además, bajo el vestuario de ocasión se colocaba una remera granate que lo acompañaba desde su primera función y le había asegurado una trayectoria plagada de triunfos. Antes de salir a escena comía un pequeño bocado de queso gruyere con medio vaso de Newen, un vino patagónico que le sirvieron en medio de una gira por el sur que venía desastrosa y que partir de ese momento se transformó en extraordinaria.
Antes de salir del camarín se sentaba en el suelo con las rodillas cruzadas y para sí recitaba un incomprensible trabalenguas de la abundancia, que le había enseñado un chamán en Machu Pichu.
Previo a acceder al escenario, tres besos en la mejilla de la secretaria le garantizaban los aplausos que premiarían su actuación.
Todos sus ritos y cábalas tenían para Marcelo enorme importancia ya que le otorgaban la fe necesaria para enfrentar al público con firmeza, sin temores, desarrollando y culminando su labor exitosamente. De todos modos, no eran determinantes como para llegar a interrumpir una función; esta se llevaba a cabo aun habiendo olvidado la camiseta granate o sin los besos a su secretaria.
No obstante, todos esos ritos carecían de relevancia si la butaca siete de la primera fila no estaba ocupada cada noche por su amada esposa Julia. Ella era la esencia de su seguridad, de su fuerza, del pleno desarrollo en el escenario de su formidable talento de actor.
En cada función, su mirada buscaba los verdes ojos de Julia, su sonrisa, su gesto de apoyo, de aprobación. Al culminar la obra, al tiempo del saludo de agradecimiento y despedida, Marcelo le arrojaba a Julia un ramo de rosas rojas en muestra de su inmenso amor y de gratitud por su presencia. Julia, el gran amor de su vida.
Hoy, después de treinta y tantos años de matrimonio y una hija de veinte años llamada Silvia (vivo retrato de Julia en su juventud), seguía queriéndola como un adolescente. La cena íntima después del teatro era la gran fiesta cotidiana. Los dos solos, en el mismo restaurante de siempre, de tenue luz, en ese rincón del local convertido en perpetuo refugio de los amantes.
Para Julia, la actuación de Marcelo siempre había sido perfecta, genial, suprema demostración de un talento sin duda incomparable.
A Marcelo le daban gusto los elogios de Julia. No leía las críticas a su trabajo. Si Julia decía que su actuación había sido espléndida, eso era todo lo que necesitaba saber. Una noche, caminando hacia el restaurante, Julia se desvaneció. La llevaron al hospital, donde luego de una serie de estudios quedó internada para lograr un diagnóstico preciso.
Durante toda la semana que Julia estuvo reponiéndose, las funciones se suspendieron por primera vez. Marcelo no podía actuar sin su presencia. No era una mera superstición: era el enorme amor que los unía y que lo determinó a cuidarla celosamente hasta que le dieron el alta.
A pesar de su precaria salud, Julia siguió asistiendo al teatro. Cada noche, todas las noches. Así hasta que los médicos se lo prohibieron. Debía limitar las salidas, hacer reposo, evitar excesos.
Julia fue desmejorando rápidamente. Marcelo siguió actuando. Necesitaba el dinero para hacer frente a los gastos del tratamiento de Julia. No obstante los mil cuidados, el desenlace fatal apareció inevitable.
Casi en el final, Julia le hizo prometer a Marcelo que seguiría actuando aunque ella ya no estuviera. Sería un homenaje a tantos años de entrañable amor. Una fría madrugada de un triste invierno, Julia murió y con ella el alma de Marcelo.
Siguió actuando como se lo había prometido a Julia pero había perdido las fuerzas.
Se lo comentó a Silvia, le señaló que a pesar de intentarlo no podía brindar más de lo que tenía. Y desde que Julia se había marchado su interior estaba vacío, no tenía nada para dar. Continuó a pesar de todo, pero su corazón estaba hecho trizas. Presentía que todo acabaría pronto. Su fin sería sobre el escenario.
Una noche salió hacer su trabajo; como siempre, su mirada se dirigió a la séptima butaca de la primera fila. Allí se encontró con unos ojos verdes brillantes, llenos de vida, una sonrisa franca y un gesto de apoyo. Se conmovió, su corazón se puso a mil, casi cae, lo sostuvieron. Volvió a mirar y con alegría reconoció a su hija Silvia que lo saludaba.
A partir de ese momento Marcelo volvió al éxito. El talentoso actor se había recuperado y retornaba con todas las ganas, con todas las fuerzas.
Como su madre, cada noche, todas las noches, Silvia acompañó a su padre desde la butaca siete de la primera fila.

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