El doctor Rodríguez era presidente de la Corte Superior de Justicia. Un funcionario judicial irreprochable, honesto, riguroso, estricto en el cumplimiento de la ley y los reglamentos vigentes. El trabajo debía estar estrictamente al día, sin duda esa era, de muchas, su máxima obsesión.
Sus inspecciones sorpresa eran habituales y sus sanciones en caso de detectarse un incumplimiento, de máxima gravedad. Los sumarios eran cosa de todos los días y las secuelas devastadoras.
Obviamente, el personal se cuidaba de no ser sorprendido con la labor atrasada sin que importara el esfuerzo para logarlo.
Mario se reía de la estrictez del doctor Rodríguez. Los expedientes que llegaban para la debida acusación o dictamen se acumulaban en su despacho, en el pasillo y hasta en el baño.
Siempre en otra cosa. Su vida era un gran chiste; la seriedad era una materia ausente en su vida y por supuesto el doctor Rodríguez y su obstinado reclamo de tener el trabajo al día eran materia de todo tipo de bromas, en cualquier tiempo y lugar.
Una mañana fue avisado en su casa particular que el doctor Rodríguez lo inspeccionaría en poco más de una hora.
Voló a su despacho, apenas podía pasar entre las pilas de expedientes. ¿Qué hacer? Allí recordó que la Defensoría había quedado vacante y que los dos armarios de ese despacho estaban vacíos. Pidió ayuda a dos empleados recién ingresantes y la totalidad de los cientos de trámites se apilaron en los salvadores armarios.
Buscó los candados que tornarían inviolables los muebles. Aunque trabajó con ahínco, sólo encontró uno y en el otro un grueso alambre doblado con maestría alcanzó a cumplir la misión de la traba faltante.
El despacho de Mario quedó impecable: sólo un par de expedientes y un par de libros ocupaban su escritorio.
El doctor Rodríguez ingresó al despacho de Mario, se sentó frente a él y la conversación se hizo amena. El tiempo voló. Conforme con las explicaciones del fiscal, el doctor Rodríguez procedía a retirarse en compañía de Mario cuando reparó en el despacho vacío de la Defensoría.
-Ya pronto tendremos a la nueva defensora -le dijo Rodríguez a Mario.
-¡Ah, qué bien! -añadió Mario apurando el paso.
El doctor Rodríguez se detuvo un momento frente al despacho, prendió la luz, comentó que había que limpiarlo y se dirigió hacia los armarios mientras Mario intentaba ponerse frente al magistrado para que no accediera a los mismos. Rodríguez lo eludió, acarició el candado que cerraba uno de ellos y dirigió una mirada curiosa al alambre que sujetaba el segundo. Se acercó, lo acarició como había hecho con el candado, mas no quedó satisfecho.
-¿Esto por qué está así? -preguntó a Mario.
-Realmente no sé. Tal como usted lo ve lo dejó la defensora que renunció - contestó Mario transpirando profusamente.
-¿Habrá algo? - preguntó Rodríguez dirigiéndose a Mario.
-No creo -dijo Mario al borde del desmayo-. La ex defensora era muy neurótica, siempre cerraba todo como si guardara un tesoro.
-Veremos -dijo Rodríguez sacando con fuerza el alambre.
Las dos hojas del armario se abrieron violentamente pegando en la cara de Rodríguez, mientras los expedientes -en un auténtico derrumbe-no dejan de caer sobre su humanidad y los secretarios intentaban ayudarlo.
-¡Doctor Juárez! ¡Doctor Mario Juárez, venga aquí y explíqueme!
Nadie más supo nada del doctor Mario Juárez. Lo vieron emprender una loca carrera cuando el doctor Rodríguez tiraba del alambre. Otro dijo que lo vio entrar en su casa y salir a los cinco minutos con un bolso, subir a su desvencijado automóvil y desaparecer en el desierto.
El sumario en ausencia o rebeldía culminó con la cesantía del rey del chiste. Sus bromas aún se hacen presentes en cualquier encuentro de la familia judicial.
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