-No se preocupe no es nada importante, solo un poco de tristeza. Pasará –dijo el doctor González.
-No existen las simples tristezas y menos en mi caso –dije-. Mi tristeza tiene sólidos fundamentos. Es la quiebra vital, el sueño de juventud frustrado, hundido hasta lo más profundo del negro pozo. No, las tristezas como la mía no son simples. Son complejas, abrumadoras, letales, irremediables, fatales. No se vuelve de esta tristeza. No tiene remedio. Nada la resuelve, la modifica o la transforma. Es entrañable, profunda, intensa. No abandona nunca; todos los instantes la encuentran vigente. Por la mañana, al almorzar, al tiempo del rezar y cerrar los ojos pidiendo una pizca de paz en el sueño y al despertar. Es silencio ensordecedor. Sin llamadas ni recuerdos. Nadie te piensa, no sabes si los demás murieron o si el que murió fuiste vos. En tardes de domingo llega a doler. Aquí. Justo en el pecho y buscas la cama que nuca aparece blanda ni tibia. Siempre la frialdad de las morgues, de los hospitales, de la ausencia. ¡Ay, doctor González! Qué suerte que tiene usted. Nada sabe de abandonos, de pérdidas absolutas, de desamor para toda la vida, de marginación afectiva. Yo podría escribir un tratado sobre la materia. La amargura y el agobio son sólo secuelas de la tristeza. Por eso, doctor González, mi tristeza no es una simple tristeza. Es la tristeza. Es mi tristeza. Con hijos pero sin hijos, con familia pero sin ella, con amigos muertos, con traiciones que solo se creen porque ví los nombres de los infieles escritos en un expediente, con reveses de un instante luego de treinta años de trabajo consecuente. No, doctor González. Mi tristeza no es una simple tristeza. Es la noche más oscura, sin estrellas, sin luces ni fuego, ni el lucero que me oriente. Es la encrucijada sin caminos, es la selva sin senderos, es el bosque denso y frío, desorientado, perdido, sin referencias. Por eso, doctor González, porque cada día su presencia nubla las más bellas jornadas, por eso pelearé con fuerzas cada instante del resto de mi vida para que no termine vencedora, para que acabe indudablemente derrotada y para ello seguiré predicando la importancia de los valores, del amor, del trabajo honesto, de que el otro sepa que tiene mi mano, que intentaré irme de este mundo dejando una huella que demuestre que mi acción no ha sido en vano, que logré dejar algo bueno, que lo he mejorado, aunque sea un poquito. Por eso, doctor González, la tristeza, aunque no sea simple, aunque no pase, es un detalle que en última instancia se transforma en desafío, en el gran contrincante a abatir. Así, cuando finalmente lo consiga, cuando la sonrisa vuelva a mi cara, cuando mi gesto adusto se relaje sabré que habré triunfado, que los días dejaran de ser grises para lucirse celestes y plenos de sol, que los verdes ojos de María volverán a brillar y sus labios suaves visitarán los míos, mis manos recorrerán su piel, mientras los leños del hogar entibiarán el ambiente, mi alma sentirá la satisfacción de haber ganado la contienda.
-Y si usted vence, ¿qué sucederá con la tristeza, señor Pérez?
-La tristeza, doctor González, como dicen los que saben, encontrará refugio en la letra de un tango, pleno de farol y empedrado. Así, alguna noche la encontrará, densa y nostálgica, en el decir de un romántico poeta.
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