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milagro

Vergara era un excelente fiscal. Aguerrido, obstinado, insistente, honesto, perseverante. Los juicios que investigaba no prescribían. Todos terminaban con una decisión de condena o absolución.
Tenaz. El funcionario necesario en toda Administración de Justicia con pretensiones de funcionar correctamente. Si bien no se había especializado en una materia en particular, ya que desde siempre había trabajado en todos los fueros, tenía particular inclinación a trabajar a fondo los delitos relacionados con el engaño, con el ardid, con la estafa.
No podía soportar que la gente común fuera víctima de los vivillos de costumbre que se aprovechaban de la buena fe de los demás, de su desesperación, de su angustia, de sus amarguras, de sus duelos.
Por eso, su animosidad para con Olivera era manifiesta. Todos sabían que era su “presa”. Que toda la vida había buscado -sin éxito- prueba suficiente para procesarlo.
Olivera era un individuo especial. Se dedicaba a conectar a los vivos con sus queridos muertos. Los hacía hablar con ellos. Nada secreto, oculto. Lo publicitaba por radio, televisión, avisos clasificados en diarios locales y nacionales, gran difusión.
Vergara había iniciado mil causas por estafa cuando conseguía a alguna persona que consideraba que Olivera había abusado de su confianza, pero siempre con resultado negativo.
En el desarrollo del juicio, los testigos citados declaraban sin dudar que habían contratado con Olivera hablar con sus muertos, que habían pagado por ello y que efectivamente habían hablado.
Vergara allanó varias veces el local donde se llevaban a cabo los encuentros. Nunca encontró nada raro. Ningún cable, ningún audífono, ninguna cámara oculta, sólo un par de sillas y una mesa y un gran banco que hacia de sala de espera.
Su mayor enojo era que su mujer creía fervientemente en Olivera. Lo visitaba al menos una vez por semana y según la versión de su esposa había logrado hablar con su hijo adolescente muerto en un accidente a los dieciséis años, con sus padres fallecidos ambos a los ochenta años de edad e incluso con su tan querido abuelo Nicolás.
Era un tema que no podía hablarse en la mesa. Sus hijos Analía y Rubén no sólo estaban de acuerdo con su madre sino que también eran clientes de Olivera.
Según ellos hablaban con su hermano, sus abuelos muertos y también con Juan y Ricardo, dos amigos de ambos que fallecieron trágicamente en un accidente de tránsito.
En la pequeña ciudad en que vivían, Olivera era casi un dios. Era solicitado a toda hora; él respondía sin reparos y aliviaba al que lo reclamaba. Una pequeña minoría entre los que se encontraba Vergara creía que era un chanta.
En una oportunidad visitó al fiscal un viejo amigo llamado Miguel, que no creía ni en sí mismo y le propuso que se ofreciera como cliente con una pequeña cámara oculta con voz que llevaría en su portafolio. Su amigo aceptó, convino una entrevista y se encontró con Olivera.
Para demostrar el engaño, dijo que estaba interesado en hablar con su hermano Omar, quien había muerto hacía un par de años de una enfermedad incurable. En verdad Miguel no había tenido ningún hermano y si lo conectaba, si le hacía escuchar alguna voz, Vergara habría probado el engaño.
El día de la cita, Miguel y Olivera se sentaron frente a frente. Olivera invocó al supuesto hermano de Miguel; nadie contestó. Con severidad, Olivera le dijo que era una farsa. Que no tenía ningún hermano y que se retirara.
Vergara no desistió, fue a visitar a una vieja amiga que vivía en un pueblo vecino y que le debía unos favores. Hizo un trato similar que el que había realizado con Miguel y así María, su amiga, fue a ver a Olivera para que la conectara con su hermana Antonia.
María tampoco había tenido hermanos. Sentada frente a Olivera este invocó a Antonia y una voz de mujer dijo ¡Hola María como estás, soy Julia! María se desmayó.
Al reponerse reconoció que había tenido una hermana llamada Julia en la otra punta del país. Hermana a la que la celaba y a la que, siendo muy pequeña, a los tres años, arrojó a un río caudaloso. Nada más se supo de ella. El tiempo pasó. Todos pensaron que se había escapado, que la habían raptado, mil supuestos. Ahora el hecho terrible revivía. No habría condena alguna pues el hecho había prescripto, habían pasado sesenta años, mas María enloqueció sin remedio.
Vergara quiso visitar a María en el manicomio. No lo reconoció, venía perturbado, demasiado ligero para su estado anímico, no pudo dominar el automóvil en que viajaba. Varios vuelcos, el fin la muerte del riguroso fiscal.
Por sus calidades humanas su destino fue el cielo. Llegó a la hora de almorzar. Lo pusieron en la mesa de los novatos. No podía creer que estuviera muerto. Pensaba en su amada esposa, en la soledad en que la había dejado cuando escucha que llaman ¡Juan Vergara! ¡Juan Vergara!. Soy yo, responde atropelladamente.
El ángel que lo reclamaba le dice: ¡Cabina cinco! ¡Lo llama Olivera, su esposa quiere hablar con usted!

2 comentarios:

  1. Historias de juicio, juzgados, jueces, fiscales...
    Ningo, les metés mucha vida, mucha realidad.
    LAs mejores.

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