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violencia de género

Jorge había terminado su jornada de trabajo. En ese día agobiante de verano, con una temperatura insolente que superaba los cuarenta grados, todo lo que quería era llegar a su casa, buscar su short de baño y correr hasta esa costa de mar que lucía al alcance de la mano y tirarse debajo de las olas una y otra vez. Subió al auto y maniobró con mucho cuidado. Estaba encerrado y no quería tocar a nadie. Ya había tenido un disgusto por un pequeño roce con otro automóvil el día anterior y no deseaba repetirlo. Transpiraba como nunca, la camisa mojada, mientras volanteaba para salir sin problemas. Lo logró, aceleró y allí sintió un suave toque. En un segundo, de la nada, apareció una rubia histérica gritando.

-¡Tené cuidado, animal! ¡Me rompiste el auto! ¡Me vas a tener que pagar!

Jorge bajó de su automóvil, trató de calmarla, pero la pirada seguía gritando y señalando una manchita gris del toquecito. Sin solución de continuidad la mujer unió a los gritos un llanto inconsolable a la vez que exclamaba:

-¡Claro, los señores que tienen autos importantes se abusan! ¡No les importa nada, arrasan con todo! ¡No piensan que yo tengo que seguir trabajando con el taxi! ¡No, lo chocan, lo rompen, total es de un laburante!

-Bueno, señora, cálmese -dijo Jorge-. Lleve el auto al taller y páseme la cuenta. Yo le pago el daño sin problemas.

-¡Si, es muy fácil para el que tiene billetes! ¡El señor paga! ¿Y mi daño moral y psicológico, las horas de trabajo perdidas, la disminución del valor venal, eh? ¿Quién me cubre todo eso?

-Perdón, ¿la señora es abogada? -apuntó irónicamente Jorge.

-¡No, no soy abogada pero esto ya me ha pasado tantas veces, tantos juicios, tantos pasillos de tribunales caminados para hacer valer mis derechos violados por conductores desaprensivos como usted!

-Bueno, señora, yo sólo quiero ir a la playa, me estoy muriendo de calor. Dígame cuánto quiere por todo y se acabó.

-¿Cuánto quiero? Veinte mil pesos. ¡Quiero veinte lucas!

-¡Usted está mas rayada de lo que creía! ¿Cómo me va a pedir veinte mil pesos si no ha sido nada?

-¡Bueno, haga lo que quiera! Déme los datos y aquí tiene la tarjeta de mi abogado.

-No, señora, no quiero juicios. Fijemos una suma adecuada y terminemos todo acá.

-Señor, la conversación se acabó. ¡Usted me debe veinte mil pesos y los honorarios del abogado!

-¡Yo no te debo nada, loca! ¡Hacéme los juicios que quieras! -exclamó Jorge, al tiempo que puso primera y arrancó.

Al llegar a la esquina se detuvo contra el cordón. Miró por el espejo retrovisor y vio a la rubia histérica tomando el número de su patente. No quiero líos, pensó mientras sus dedos repiqueteaban en el volante. Un abogado me puede sacar hasta la sangre por nada. Dejó el auto estacionado y fue hasta donde estaba la reclamante.

-Mire, señora, yo sé que no le debo nada, pero también sé que me llevar a un abogado. Así que si acepta cheques, le pago aquí mismo y me da un recibo.

-Está bien. No es justo pero está bien -dijo la damnificada. La rubia fue hasta su vehículo, que se caía a pedazos, sacó un talonario de recibos y lo llenó con rapidez asombrosa.

-Aquí tiene el cheque, señora.

- Aquí tiene el recibo y detallado los rubros. También hice constar que nada más me debe por ningún concepto.

- Bueno, señora -dijo Jorge, entregado.

La mujer subió a su cachivache, que tosió varias veces antes de arrancar, y con el caño de escape golpeando contra el suelo marchó vaya a saber dónde. Jorge se quedó sentado en el cordón de la vereda. Pensó que era un imbécil, pero la amenaza de un abogado había sido demasiado fuerte. En eso estaba cuando se acercó un individuo que había presenciado todo lo sucedido. Lo miró a Jorge y Jorge le devolvió la mirada con cara de pocos amigos, preguntándose ¿ahora qué? El extraño adivinó el mal humor de Jorge y se apuró a decir:

-Es increíble el dinero que levanta esta rubia con el cuento del roce y la amenaza del abogado.

-Yo no soy el único tonto entonces -dijo Jorge.

-No. Fíjese el número de recibo que tiene. Es la constancia de la cantidad de tipos que cayeron con su cuento.

Jorge miró el recibo. Consignaba 092. No pudo reprimir una sonrisa de estafado, subió a su auto y partió. Llegando a su casa se topó con la rubia repitiendo con otro gil la escena del roce. Iba a parar y avisarle a la víctima del engaño, pero en un momento se arrepintió y siguió la marcha. No fuera a ser que la histérica lo llevara al abogado por violencia de género.

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