Para Bramuglia nada era común y corriente. Un simple suceso, un evento casual, todo tenia una explicación racional, una relación causal basada en la temible condición humana consistente en tirar por la borda en forma irreflexiva todo lo que el Señor nos había obsequiado.
Un día caluroso no era por el simple hecho de ser verano y estar en el medio del desierto neuquino. No. Para Bramuglia existía una explicación relevante para ello. El calentamiento global, por supuesto, la capa de ozono prácticamente inexistente y la insensata acción de contaminar el ambiente de las maneras más sofisticadas eran consecuencia obvia de la tendencia suicida de la condición humana.
La dama que ostentaba su figura delgada, con ausencia absoluta de tejido adiposo, no era simplemente una flaca. No, para Bramuglia era una mujer que había sido captada por la malvada publicidad alimentaria. Esa clase de mujer anoréxica, exhibida como punto de referencia a seguir de manera inexcusable, so pena de ser despreciada sin miramientos por la desconsiderada condición humana.
Las plantaciones de soja no eran oro verde, el cultivo del color del dólar, sino una plaga que destruía el maíz, el trigo, la fertilidad del suelo, por mezquinos intereses que no contemplaban el interés general, el futuro. Un aspecto negativo más de la condición humana.
Idénticos argumentos utilizaba para criticar la tala de árboles, el fuego para combatir las heladas en los crudos inviernos patagónicos para atenuar los daños en los frutales ya que el humo contaminaba, provocaba accidentes lo que demostraba sin duda la desconsideración de la condición humana.
A un par de remeras baratas, de buena calidad, confeccionadas en algún país de Oriente no las apreciaba como prendas que realzaban la belleza de las hermosas que las lucían; para Bramuglia era un índice inequívoco de la destrucción de la Industria Nacional en ese ramo. Imposible que la materia prima autóctona pudiera competir con el producto importado fabricado por individuos que trabajaban catorce horas en el día por un plato de comida.
El espectacular tapado de visón de su amiga no sólo no merecía el halago de rigor sino que, para Bramuglia, traducía el más cruel asesinato. Un pobre animalito había dado su vida para satisfacer el capricho de una aprendiz de aristócrata.
El mundo tenía destino irremediable de destrucción a corto plazo, por la falta de respeto al ambiente, la fauna y la flora. Manifiesto desatino de la condición humana.
La decisión, de una parejita conocida, de no tener hijos no era para Bramuglia una resolución para ser libres, estar más tiempos juntos, disfrutar a pleno, sino la muestra indubitada del fin de todas las cosas, el individuo dejaría de ser. Sin descendencia, ejemplo imitado por la enorme
mayoría de sus congéneres, la especie acabaría como consecuencia de la necedad y ausencia del sentido de trascendencia de la condición humana.
Bramuglia, sin duda, era un tipo serio. No se quedaba en lo que aparentaba. Llegaba al fondo de las cosas. Al punto importante. El sabía que el caos y la anarquía se escondían en las cosas comunes, en los asuntos de cada jornada.
Así tomaba los recaudos necesarios para que la nefasta condición humana no lo afectara.
No salía a la calle si no se embadurnaba con pantalla solar de máxima graduación. Su dieta se componía de vegetales que el mismo cultivaba y cosechaba en su pequeña pero bien surtida quinta. La carne de pollo, la conseguía de su gallinero particular que había armado en los fondos de su casa. Las ropas eran artesanales. Su madre tejía sus pulóveres y Bramuglia recorría toda Buenos Aires para conseguir pantalones y camisas de tela nacional, de la buena, de la de antes.
La vida de Bramuglia era un cúmulo de ritos. Una tremenda complicación.
Qué decir cuando se enamoró. ¡Si, Bramuglia se enamoró! Se perdió cuando conoció a Raquel, una rubia espectacular, de ojos verdes como el mar, labios rojos y amiga de la caricia.
Bramuglia intentó analizar sus sentimientos, la profunda razón que lo llevaba irremediablemente a olvidarse del equilibrio, del tino, del justo medio. Alguna explicación encontraría para esta inquietud que lo había llevado al insomnio, la imagen de esa belleza siempre en su mente, obsesiva, obstinada.
Buscó en lo profundo de su ser, consultó con la almohada, buscó en Google. Frustración total. El tibio abrazo de la hermosa Raquel, la ternura de sus besos, dejaron sin fundamento a Bramuglia, efecto terminante del absoluto sometimiento al amor de la condición humana.
Un día caluroso no era por el simple hecho de ser verano y estar en el medio del desierto neuquino. No. Para Bramuglia existía una explicación relevante para ello. El calentamiento global, por supuesto, la capa de ozono prácticamente inexistente y la insensata acción de contaminar el ambiente de las maneras más sofisticadas eran consecuencia obvia de la tendencia suicida de la condición humana.
La dama que ostentaba su figura delgada, con ausencia absoluta de tejido adiposo, no era simplemente una flaca. No, para Bramuglia era una mujer que había sido captada por la malvada publicidad alimentaria. Esa clase de mujer anoréxica, exhibida como punto de referencia a seguir de manera inexcusable, so pena de ser despreciada sin miramientos por la desconsiderada condición humana.
Las plantaciones de soja no eran oro verde, el cultivo del color del dólar, sino una plaga que destruía el maíz, el trigo, la fertilidad del suelo, por mezquinos intereses que no contemplaban el interés general, el futuro. Un aspecto negativo más de la condición humana.
Idénticos argumentos utilizaba para criticar la tala de árboles, el fuego para combatir las heladas en los crudos inviernos patagónicos para atenuar los daños en los frutales ya que el humo contaminaba, provocaba accidentes lo que demostraba sin duda la desconsideración de la condición humana.
A un par de remeras baratas, de buena calidad, confeccionadas en algún país de Oriente no las apreciaba como prendas que realzaban la belleza de las hermosas que las lucían; para Bramuglia era un índice inequívoco de la destrucción de la Industria Nacional en ese ramo. Imposible que la materia prima autóctona pudiera competir con el producto importado fabricado por individuos que trabajaban catorce horas en el día por un plato de comida.
El espectacular tapado de visón de su amiga no sólo no merecía el halago de rigor sino que, para Bramuglia, traducía el más cruel asesinato. Un pobre animalito había dado su vida para satisfacer el capricho de una aprendiz de aristócrata.
El mundo tenía destino irremediable de destrucción a corto plazo, por la falta de respeto al ambiente, la fauna y la flora. Manifiesto desatino de la condición humana.
La decisión, de una parejita conocida, de no tener hijos no era para Bramuglia una resolución para ser libres, estar más tiempos juntos, disfrutar a pleno, sino la muestra indubitada del fin de todas las cosas, el individuo dejaría de ser. Sin descendencia, ejemplo imitado por la enorme
mayoría de sus congéneres, la especie acabaría como consecuencia de la necedad y ausencia del sentido de trascendencia de la condición humana.
Bramuglia, sin duda, era un tipo serio. No se quedaba en lo que aparentaba. Llegaba al fondo de las cosas. Al punto importante. El sabía que el caos y la anarquía se escondían en las cosas comunes, en los asuntos de cada jornada.
Así tomaba los recaudos necesarios para que la nefasta condición humana no lo afectara.
No salía a la calle si no se embadurnaba con pantalla solar de máxima graduación. Su dieta se componía de vegetales que el mismo cultivaba y cosechaba en su pequeña pero bien surtida quinta. La carne de pollo, la conseguía de su gallinero particular que había armado en los fondos de su casa. Las ropas eran artesanales. Su madre tejía sus pulóveres y Bramuglia recorría toda Buenos Aires para conseguir pantalones y camisas de tela nacional, de la buena, de la de antes.
La vida de Bramuglia era un cúmulo de ritos. Una tremenda complicación.
Qué decir cuando se enamoró. ¡Si, Bramuglia se enamoró! Se perdió cuando conoció a Raquel, una rubia espectacular, de ojos verdes como el mar, labios rojos y amiga de la caricia.
Bramuglia intentó analizar sus sentimientos, la profunda razón que lo llevaba irremediablemente a olvidarse del equilibrio, del tino, del justo medio. Alguna explicación encontraría para esta inquietud que lo había llevado al insomnio, la imagen de esa belleza siempre en su mente, obsesiva, obstinada.
Buscó en lo profundo de su ser, consultó con la almohada, buscó en Google. Frustración total. El tibio abrazo de la hermosa Raquel, la ternura de sus besos, dejaron sin fundamento a Bramuglia, efecto terminante del absoluto sometimiento al amor de la condición humana.
no hay nada como el amor para derretir los corazones humanos
ResponderEliminarNingo, muy buen cuento... gracias por compartirlo con nosotros.
ResponderEliminarde acuerdo contigo Doris, pero me gustaria agregar algo : no hay nada como el amor...-y el ultimo poema de Héctor Luis dedicado a Hugote- para derretir los corazones humanos..
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