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te acompaño

Juan no era un joven popular. Su casa siempre vacía de amigos, largas caminatas en soledad, ningún llamado, una salud quebrada. Esa maldita tos que lo acompañaba noche y día no facilitaba su enorme necesidad de afecto. A pesar de ello era obstinado, insistente. No permitiría que su salud y esa maldita timidez arruinaran su vida. Así inventó un remedio para aliviar el aislamiento.
En el medio de la reunión informal en la puerta de la Galería Sacoa, apenas alguien mencionaba que debía acudir a algún lado, él gentilmente se ofrecía a acompañarlo.
En el trayecto intimaba con su eventual compañero, charlaba de todo, vaciaba su bagaje argumental, su antojo de decir, planes, proyectos, ideas, gustos, sueños, temores, aficiones; todo, absolutamente todo se derramaba como una catarata de palabras que por su buena onda resultaban simpáticas e interesantes. Buen humor, chistes oportunos, carcajada compartida, fin del viaje.
Así, el "te acompaño" de Juan se convirtió en un ofrecimiento de rigor gustosamente aceptado por sus compinches. Poco a poco logró hacerse de amigos que le brindaron su sincero afecto. Buen tipo, jamás un fallo, leal, alguien en quien se podía confiar.
Su ansiedad hacía que siempre fuera él quien llamara, se invitara, se anticipara al convite inminente.
El “otro” era esencial para Juan. No toleraba la falta de compañía, se sentía mal, desguarnecido, temía que su enfermedad lo sorprendiera sin custodia. Obviamente, el "te acompaño" se transformó en cargada bien aceptada por Juan. Los atorrantes de la barra lo miraban cuando tenían que hacer algún trámite y ya saltaba estridente el "te acompaño" de Juan.
En verdad el remedio tuvo éxito y Juan se llenó de amigos y afectos. De tanto hablar era quien más sabía de todo y de todos y así su ambición de ser aceptado por sus pares se hizo realidad. Se sentía pleno, contenido.
Una tarde se incorporó al grupo habitual Miguel, un tipo sencillo, bajo perfil, muy agradable. Llegando la noche Miguel se despidió, dijo que tenía que ir a arreglar un par de asuntos. Juan saltó con su "te acompaño". Miguel lo miró y con una sonrisa contestó “vamos”.
Como siempre, toda la charla de Juan compartida esporádicamente por Miguel. Caminaron varias cuadras y Miguel se paró frente a una casa de tejas.
- Estoy perdido, no estoy seguro de la dirección -dijo Miguel.
- No te preocupes, yo vivo justo enfrente. Vení, te invito con un refresco.
- Bueno -aceptó Miguel-. De paso confirmo estos datos.
Juan abrió la puerta de su casa, invitó a Miguel a sentarse en el sillón mientras él subía por la escalera para verificar si había alguien en su casa. Llegando casi al final, en el anteúltimo escalón tropieza, cae de espalda, rueda sin reparo y su cabeza pega fatalmente contra la pared. Su cuerpo inerte se deslizó hasta el piso del living.
- No me había equivocado -murmuró Miguel-, esta era la casa y Juan mi objetivo.
En un instante, un doble de Juan se levanta del suelo, mira su cuerpo inerte al pie de la escalera y le pregunta a Miguel que sucedió. Miguel le responde:
- Nada personal, Juan. Soy la Muerte y tu momento de partir había llegado.
- Todos morimos alguna vez -contestó el doble de Juan.
- Ahora tengo que ir a buscar a doña María, la abuela de la otra cuadra, cuatro casas de la vereda de enfrente.
- Te acompaño -dijo el doble de Juan.
- Vamos, asintió la Muerte.

1 comentario:

  1. alejandra daniela1 de julio de 2010, 15:55

    felicitaciones al autor, el cuento es hermoso

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