Como le dije José. Era ese banco o ninguno. Lejos del barullo de la calle y los autos. Fresca sombra en verano. Ofrenda de árboles añosos, nobles, robustos, acogedores.
En invierno se corrían y dejaban que el sol me acariciara.
¡Como se iban a correr!
¡Le juro José que se corrían! Era una actitud amistosa, considerada, algo difícil de conseguir en estos tiempos.
Siempre me estaba aguardando. No permitía que ningún otro lo ocupara. Siempre vacío, siempre para mí.-
Agradable al tiempo de sentarme. Confortable, amigo y compañero. La mente viajaba a buenos instantes pasados. El justo lugar de la nostalgia.
Me llenaba de paz, me relajaba. El tiempo pasaba sin darme cuenta.
Una mañana encontré mi banco ocupado. Una gata multicolor estaba sentada en uno de los extremos. Disfrutaba como yo, podía sentir su dejar hacer, dejar pasar. Me acomodé a su lado, la acaricié y no se molestó. Dio vuelta su cabeza y me sonrió.
¡Vamos Raúl, los gatos no sonríen!
¡Le juro José, me sonrío! Quiso mostrarme que le agradaba mi caricia.
A partir de ese día dejé de ser el ocupante exclusivo de ese banco. Compartíamos el sándwich que llevaba para aguantar todo el día, el agua, el sol y la sombra.
Empecé a llevar un recipiente con leche. La bebía con gusto. La saboreaba. Su placer era manifiesto y me agradecía frotando su suave pelaje sobre mi mano.
Comencé a hacerle comentarios, asuntos triviales, cosas de la vida, mis penas y alegrías.
Me miraba atentamente.-
¿Y qué le contestaba Raúl? Apuntó José junto a una pícara mirada.-
No me cargue José. Los gatos no hablan, pero estoy seguro que me entendía.
Sus caricias eran continuas e intensas cuando estaba triste, cuando mi buen humor era ostensible jugaba, mil piruetas, increíble.-
Cada día me quedaba más tiempo en el banco. Sentía tibieza en el corazón. Ya no estaba solo. Marta me acompañaba.-
¡Ah!, me olvidé de contarle José, desde el primer día la llamé Marta, como mi hija que se fue a vivir al sur y me manda un mensaje cada navidad. Pensé en nominarla María, como mi amada esposa fallecida, pero no me pareció adecuado.
¡Pero Raúl! Marta no es un nombre para una gata. Puede ser Kity, Mimosa, Venus, Dulce, pero ¡Marta! Ese es un nombre de mujer afirmó José.-
No es así dije. Marta era el nombre perfecto. Apenas la llamaba ella respondía atenta, corría con sus pasos cortos y ligeros y ya estaba a mi lado.-
Decidimos salir a pasear. A una cuadra de la plaza donde estaba nuestro banco lucía el Río color de león.
Caminábamos por la costanera hasta el atardecer. Ella a mi lado. Volvíamos, compartíamos el sándwich, le servía la leche, yo tomaba un poco de agua y nos despedíamos hasta el día siguiente.
Un lunes, después de un fin de semana que un poco de fiebre me tuvo en cama fui a la plaza, a nuestro banco y Marta no estaba.
La busqué con ansiedad, angustiado, todo un día la llamé y no apareció.-
Con lágrimas en los ojos volví a mi casa. Me desplomé en el lecho y moría de tristeza.
Un amigo me dijo que las gatas vuelven. Siempre vuelven.-
Por eso iba cada día al banco, esperanza de encontrarla. La frustración fue única respuesta. Dejé de ir.
Ya no me levanté de la cama. Tomaba unos mates y nuevamente al lecho. La soledad se había hecho insoportable.
Una noche un quejido en la parte de atrás de la casa me despertó. Imaginé el llanto de un niño abandonado. Me levanté rápidamente, abro la puerta y a mis pies una pequeña gatita multicolor no dejaba de maullar.
La recogí, la abracé, era una pequeña versión de Marta. Una lágrima delató la emoción.
La abrigué, le di de comer un poco de pan, le serví leche y se durmió a mi lado.
Mi soledad dejó de ser.-
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